6 abr 2012

En cuanto el Gobierno nos ha dado a conocer los presupuestos generales de la cosa, me he alegrado de vivir en un país en crisis. ¡Loadas sean los números rojos si con ellos nos libramos, al fin, del dispendio y la regalía! Mucho me malicio que sin el agujero negro, aún seguiríamos jugando con el dinero público –que es de todos y de nadie- como si fuesen billetitos del Monopoli. De hecho los mandamases de lo público, engolados en su papel de repartidores de dádivas, se creían merecedores de que quebráramos la espalda a su paso, lo que propició que a su alrededor revolotearan pelotas y chupones, muy pronto devenidos en chorizos –qué bien los relata Galdós en “La de Bringas”-, que correteaban por los pasillos de Palacio, los del ministerio, consejería o concejalía en busca esa firma preceptiva que les asegurara la aparición en alguno de los múltiples boletines oficiales.

Me gustan los recortes porque ponen en tela de juicio esa gran falacia a la que llamamos Estado del Bienestar, capaz de esclavizar el voto a cambio de múltiples servicios prescindibles. Ya no es cuestión de que el Estado deba ser el pagador de carreteras y camas de hospital, sino de variopintas partidas por las que vuelan las comisiones, desde un terreno a un concurso, pasando por un cursillo de esquí para jóvenes holgazanes, la subvención de una película en Super-8, los tebeos de Mortadelo para algún instituto y hasta el mantenimiento de asociaciones sin socios ni actividad conocida.

Al Estado deberíamos entenderlo como al cabeza de una familia numerosa en apuros, que se pasa los meses haciendo cábalas para cumplir con los bancos, dejando siempre para más tarde la compra de zapatos nuevos. Si de verdad consiguiésemos adelgazar las responsabilidades que atribuimos a cada estamento público, se revitalizaría la democracia, que no es sólo el régimen en el que los ciudadanos acuden a las urnas sino aquél otro en el que deciden –en un ejercicio de responsabilidad personal y colectiva- administrar sus activos como mejor les parece.
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