18 may 2012


Quisiera librarme de las garras
del Estado.


Y no es posible, doy fe. Por más que lo intento, la Administración siempre encuentra algún subterfugio para seguir enganchada a mi vida y continuar alimentándose de mi cartera. Es como si lo público jugara el papel de ese vecino gorrón que llama a la puerta y –con la excusa de que necesita un poco de aceite o de leche– te revuelve las cosas que hay sobre la mesa del recibidor y después avanza, de cuarto en cuarto, para cambiarlo todo de sitio y guardarse a escondidas algún objeto. 

Aunque, si nos ponemos a comparar, al Estado lo describe a la perfección ese gusano repugnante al que llaman tenia y que, de modo inadvertido, se te pega a las paredes del estómago dispuesto a alimentarse de lo que engulles. El parásito crece y crece con el paso de los días, al tiempo que su víctima se va quedando en los huesos. Lo pude comprobar en un conocido que, por lo visto, se infectó en un viaje a India. A su vuelta a España nos maravillamos de su voracidad repentina. ¡Qué modo de comer! Creímos que el encuentro con tanta pobreza le había activado el sentido del acopio, pues se pasaba las horas masticando, venga a reservar calorías, aunque mucho más admirableera que no engordase. Claro que, sin saberlo,estaba comiendo para dos. La preocupación vino cuando empezó a adelgazar a marchas forzadas. La voz de alarma le condujo hasta el médico y, la verdad, prefiero no saber cómo le sacaron la solitaria, aunque estaría encantado de que alguien me informara acerca de la manera de hacer desaparecer el aparato oficial que vive agazapado entre las sombras de mi hogar, decidido aquitarme buena parte de lo que gano con el sudor de mi frente.

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