A principios del curso y durante varias semanas, nuestra hija pequeña tuvo
la impresión de que salíamos de casa para abandonarla en un lugar extraño y
hostil. Por eso lloraba y hasta pataleaba al sentirse retenida en contra de su
voluntad. Hoy, meses después, las cosas han cambiado. De alguna manera entiende
que la guardería es un lugar divertido en el que casi todos los días suceden
cosas nuevas, es decir, que el cambio no sólo lo han propiciado el tiempo y la
costumbre, sino la posibilidad que encierran aquellos muros para desarrollar el
genio creador.
Renunciar a ese genio es el precio de crecer, al menos en España, que tiene
un frustrante plan educativo: codos, codos y más codos frente a la posibilidad
de experimentar, de transformar, de vivir la fuerza de los cambios. Eso es lo
que hace mi hija, pasarse todo el día experimentando con la materia en una
franca búsqueda de la belleza. De hecho, pocas veces disfruto tanto como cuando
voy a recogerla, pues compruebo que domina ese singular mundo del aprendizaje y
se mueve como pez en el agua mientras me conduce de la mano de aula en aula,
interesada en que me fije en un payaso de cartón que han pegado a la pared, en
que compare los murales del otoño, del invierno y la primavera, con sus hojas
de platanero, en que descubra la huella de su mano embadurnada en pintura de
vivísimos colores, etc.
Lleva el babi sucio, las uñas selladas de plastelina y
sus zapatos cargan puñados de arena, lo que la convierte en la mejor muestra de
que los niños portan un artista dentro al que, durante los primeros años de
vida, permitimos que se alimente de experiencias vinculadas a los sentidos
(colores, sonidos, texturas…), para arrebatárselas de golpe en cuando da inicio
la escolaridad obligatoria.
No pretendo dar a entender que todos seamos genios en potencia a los que
alguien cortó las alas. Sin embargo, conviene recordar que tenemos la simiente
creadora, esa capacidad para modelar la materia en un vago eco de lo que hizo Dios
desde la nada.
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