El verano es para ellos.
Para mis hijos y para los demás niños del mundo: un tiempo casi sin
reglas, sin horarios ni obligacio-
nes más allá del cuaderno de tareas –¡qué aburrimiento!– para no
perder el ritmo del curso, un cuaderno que sestea
con el rascar de las chicharras: sin las dos hojas
completas no hay chapuzón, bien lo sabes.
Durante este verano me vienen a la memoria,
una y otra vez, tres niños: Almudena, Camilete
y Alfonso. Nunca les conocí. O, mejor dicho, les
empecé a conocer tras la tragedia en aquel centro comercial en Qatar, cuando empezaron a dis-
frutar del verano eterno del Cielo, y lo digo con
fe, sin remilgos ni componendas. Ellos ahora son
dueños de un lugar en el que no hay obligaciones
ni anarquías sino sólo divertimento.
Y es que apenas nos asomamos a la vida apa-
rece alguien dispuesto a recordarnos que esta es
una larga carrera de superación (niño, por la derecha; niño, no pises el bordillo; niño, a leer; niño,
acábate ese gazpacho asqueroso, niño...), vaya
tela, pobrecitos, sin apenas asueto: despertador,
desayuno, autobús, colegio, autobús, merienda,
actividad extraescolar, estudio, baño y corre a
dormir para madrugar al día siguiente. Seguir leyendo en pdf