La primera vez que
entré en una plaza de toros quedé deslumbrado por su juego de colores: las
sedas de los vestidos de los toreros, el rojo sangre de la barrera, el rosa
intenso de los capotes, el ocre de la arena que cubre el ruedo, el negro de los
bureles y hasta la amalgama que puebla los tendidos. Desde ese momento entendí
que, pese a su innegable componente brutal (la muerte del toro, el riesgo para
la vida del matador), mi vida iba a quedar ligada a una pasión que nunca deja
de crecer.
A los doce años me
convertí en abonado de Las Ventas. Con un bocadillo y en compañía de mi hermano
(que entiende de toros bastante más que yo) me encaminaba cada tarde a la
plaza, con la ilusión renovada de asistir a un espectáculo heroico, pues
heroica es la danza dominante del torero con la bestia, el riesgo de la
cornada, la verdad de una exposición que -en la búsqueda de la emoción y la
belleza- renuncia a las seguridades que le exigimos a la vida.
Por tanto, mi
juicio sobre la Fiesta no es imparcial, por más que considero indiscutible el
papel principal que juega en la configuración de nuestra cultura (y de la
cultura del sur de Francia y de muchos países americanos), pero no sólo porque
de Goya a Botero sea inspiración de pintores; causa de los versos más
desgarrados de García Lorca o Miguel Hernández; fuente de imprecisión tópica
por parte de Hemingway y de los escritores de copla, ese género popular que
venció la censura mediante la calidad literaria de sus estrofas. No en vano, el
lenguaje taurino revela una capacidad asombrosa para generar metáforas que
aclaran la intención de nuestras conversaciones, al tiempo que regala un sinfín
de vocablos que contribuyen a que el español sea la lengua más completa de
cuantas hoy se hablan en la tierra.
Una corrida de
toros puede ser aburridísima -¡qué larga se hace la lidia de seis animales
cuando no transmiten emoción a las gradas!- o un caudal de emociones, ya que
sobre el albero se representa un juego en el que no hay trampa ni cartón: la
habilidad, la destreza, la forma física, la inteligencia, la sabiduría…,
provocan una admiración incomparable por esos superhombres que pisan el ruedo.
Aunque muchos de ellos sean iletrados (conviene romper lo manido, que cada vez
son más los novilleros y matadores que traen el colegio finalizado y hasta una
carrera universitaria), en su profesión flota el convencimiento implícito de
que vivir no es sino burlar la muerte, representada por la única fiera que
sigue atacando a pesar del castigo, que troca su aspereza bovina por nobleza y
bravura hasta el punto de entregar en embestidas hasta el último aliento.
No pretendo
convencer a nadie; el juicio sobre este espectáculo compromete más allá del
respeto y el amor por los animales. Curiosamente, los toreros anhelan criar y
cuidar una ganadería de bravo a la que devolver la fortuna que les ha entregado
este animal. Curiosamente, no he encontrado mayor respeto por los toros que en
las fincas ganaderas. Se le cuida, se le atiende, se le respeta como a ninguna
otra especie al servicio del hombre. Y cuando triunfa, hasta se le venera con
emoción.
A Zapatero no le
gustaban los toros. Y los ciudadanos pagamos su capricho con la supresión en la
parrilla televisiva del segundo espectáculo de masas, a pesar de que somos los
contribuyentes quienes sostenemos el eterno “crack” de la televisión pública.
Han bastado estos años de silencio, para que la afición se enfríe, para que las
nuevas generaciones miren la Fiesta con los prejuicios propios de una sociedad
que confunde las obligaciones que los hombres tienen respecto a la naturaleza
con la humanización de los animales, para quienes se exigen derechos que sólo
merece nuestra especie. Toda una muestra de confusión y debilidad, nos apasione
o aborrezcamos este espectáculo que, durante los meses de mayo y junio, congregan
sobre la piedra de Las Ventas, a unos 700.000 espectadores.
Tampoco en gobierno
de Rajoy (en el que sí que hay aficionados, aunque maldita la gracia de que
también la programación televisiva dependa del carácter voluble de nuestros
gobernantes) ha hecho mucho por la Fiesta. El pasado año televisaron en
Valladolid una corrida con las principales figuras de la temporada, que no
cobraron sus derechos de imagen para facilitar el regreso de la normalidad. El
festejo fue un éxito de “share”, pero enseguida llegaron las protestas de la
oposición, el miedo escénico, el mejor no volver a dar motivos de quejas… Y así
seguimos, ninguneados frente a la importancia de los cuernos, no sé si de los
toros o de los políticos.