24 may 2013


La primera vez que entré en una plaza de toros quedé deslumbrado por su juego de colores: las sedas de los vestidos de los toreros, el rojo sangre de la barrera, el rosa intenso de los capotes, el ocre de la arena que cubre el ruedo, el negro de los bureles y hasta la amalgama que puebla los tendidos. Desde ese momento entendí que, pese a su innegable componente brutal (la muerte del toro, el riesgo para la vida del matador), mi vida iba a quedar ligada a una pasión que nunca deja de crecer.


A los doce años me convertí en abonado de Las Ventas. Con un bocadillo y en compañía de mi hermano (que entiende de toros bastante más que yo) me encaminaba cada tarde a la plaza, con la ilusión renovada de asistir a un espectáculo heroico, pues heroica es la danza dominante del torero con la bestia, el riesgo de la cornada, la verdad de una exposición que -en la búsqueda de la emoción y la belleza- renuncia a las seguridades que le exigimos a la vida.
Por tanto, mi juicio sobre la Fiesta no es imparcial, por más que considero indiscutible el papel principal que juega en la configuración de nuestra cultura (y de la cultura del sur de Francia y de muchos países americanos), pero no sólo porque de Goya a Botero sea inspiración de pintores; causa de los versos más desgarrados de García Lorca o Miguel Hernández; fuente de imprecisión tópica por parte de Hemingway y de los escritores de copla, ese género popular que venció la censura mediante la calidad literaria de sus estrofas. No en vano, el lenguaje taurino revela una capacidad asombrosa para generar metáforas que aclaran la intención de nuestras conversaciones, al tiempo que regala un sinfín de vocablos que contribuyen a que el español sea la lengua más completa de cuantas hoy se hablan en la tierra.
Una corrida de toros puede ser aburridísima -¡qué larga se hace la lidia de seis animales cuando no transmiten emoción a las gradas!- o un caudal de emociones, ya que sobre el albero se representa un juego en el que no hay trampa ni cartón: la habilidad, la destreza, la forma física, la inteligencia, la sabiduría…, provocan una admiración incomparable por esos superhombres que pisan el ruedo. Aunque muchos de ellos sean iletrados (conviene romper lo manido, que cada vez son más los novilleros y matadores que traen el colegio finalizado y hasta una carrera universitaria), en su profesión flota el convencimiento implícito de que vivir no es sino burlar la muerte, representada por la única fiera que sigue atacando a pesar del castigo, que troca su aspereza bovina por nobleza y bravura hasta el punto de entregar en embestidas hasta el último aliento.
No pretendo convencer a nadie; el juicio sobre este espectáculo compromete más allá del respeto y el amor por los animales. Curiosamente, los toreros anhelan criar y cuidar una ganadería de bravo a la que devolver la fortuna que les ha entregado este animal. Curiosamente, no he encontrado mayor respeto por los toros que en las fincas ganaderas. Se le cuida, se le atiende, se le respeta como a ninguna otra especie al servicio del hombre. Y cuando triunfa, hasta se le venera con emoción.
A Zapatero no le gustaban los toros. Y los ciudadanos pagamos su capricho con la supresión en la parrilla televisiva del segundo espectáculo de masas, a pesar de que somos los contribuyentes quienes sostenemos el eterno “crack” de la televisión pública. Han bastado estos años de silencio, para que la afición se enfríe, para que las nuevas generaciones miren la Fiesta con los prejuicios propios de una sociedad que confunde las obligaciones que los hombres tienen respecto a la naturaleza con la humanización de los animales, para quienes se exigen derechos que sólo merece nuestra especie. Toda una muestra de confusión y debilidad, nos apasione o aborrezcamos este espectáculo que, durante los meses de mayo y junio, congregan sobre la piedra de Las Ventas, a unos 700.000 espectadores. 
Tampoco en gobierno de Rajoy (en el que sí que hay aficionados, aunque maldita la gracia de que también la programación televisiva dependa del carácter voluble de nuestros gobernantes) ha hecho mucho por la Fiesta. El pasado año televisaron en Valladolid una corrida con las principales figuras de la temporada, que no cobraron sus derechos de imagen para facilitar el regreso de la normalidad. El festejo fue un éxito de “share”, pero enseguida llegaron las protestas de la oposición, el miedo escénico, el mejor no volver a dar motivos de quejas… Y así seguimos, ninguneados frente a la importancia de los cuernos, no sé si de los toros o de los políticos.
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