Cada quien tiene sus pesadillas recurrentes. Unos, que salen a la calle sin zapatos. Otros,
descubren que se han quedado sin dientes. Los más huyen a la carrera de un
asesino (cuyo rostro les recuerda, sospechosamente, al presidente de su
comunidad de vecinos) sin que los pies se les muevan del suelo. O se encuentran
de sopetón con ese pariente fallecido al que tanto criticaban (je, je…, si lo
decía con cariño, se excusan delante del muerto).
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La mía tiene que ver con los estudios. Ya sé que no soy original, pero de pronto me encuentro –a mis años- en un aula del colegio o de la universidad, con un folio en blanco para contestar las preguntas de un examen de las que no tengo la menor idea. Y me suspenden. Y debo repetir curso. Y los méritos acumulados durante años se desvanecen. Y traigo a casa un carretillo de calabazas. Y mis hijos me miran con desdén. Y mi mujer me sugiere que me eche a dormir sobre el felpudo de la puerta.
La mía tiene que ver con los estudios. Ya sé que no soy original, pero de pronto me encuentro –a mis años- en un aula del colegio o de la universidad, con un folio en blanco para contestar las preguntas de un examen de las que no tengo la menor idea. Y me suspenden. Y debo repetir curso. Y los méritos acumulados durante años se desvanecen. Y traigo a casa un carretillo de calabazas. Y mis hijos me miran con desdén. Y mi mujer me sugiere que me eche a dormir sobre el felpudo de la puerta.
Soñar, como es gratuito,
depara estas sorpresas, que pese a su repetición cada vez parecen nuevas, pues
en sueños no vale decir “ah, si éste ya me lo sé. Luego me despierto y la
desazón se evapora por el dormitorio”. No, parece que la pesadilla nos muerde
por primera vez. Que, en efecto, no tenemos ni idea del examen, que nos
suspenden y debemos repetir curso, eterna pescadilla que se muerde la cola en
las noches que nos fuimos a la cama con el estómago lleno o aquellas cercanas
al cumplimiento de la Declaración de la Renta.
Los años de colegio
son imborrables. Lo digo ahora que celebro junto a mis compañeros el XXV
aniversario de la bajada del telón, del último paseíllo hacia el aula con la
mochila cargada de libros. Pero quienes tenemos hijos saboreamos de nuevo ese
tiempo mágico en el que los disgustos –llamémosles suspensos- enseguida se
trocaban en diversión –llamémosles juegos en el patio de recreo-. Además, como
la relación paterno-filial ha cambiado por numerosas razones (pisos más
pequeños, convivencia más apegada, mayor conciencia acerca de la necesaria
estabilidad emocional de los niños…), no somos pocos los que tenemos que
sentarnos junto a la mesa de estudio para volver a pasar por un mundo repleto
de dictados, máximos como un múltiplo, anatomía básica, problemas en el reparto
de una bolsa de caramelos, palabras homófonas, geografía patria y gramática de
la lengua inglesa.
Cuando nuestros
pequeños salen de casa en dirección al colegio, les despedimos como si en el
interior de sus carteras, además del bocadillo, llevasen la pesada misión del
mismísimo Frodo Bolsón, porque hemos hecho nuestras sus pruebas cortas, los
exámenes de repaso, los de evaluación y -¡ay!- esos finales que ya se
vislumbran en el altozano de junio. Y les comprendemos cuando vienen con un
cuatro raspado –a pesar del gesto circunspecto al que obliga una paternidad
cabal-, y les festejamos cuando superan el cinco, y bailamos con ellos la danza
de la luna cuando nos sorprenden con un notable o un sobresaliente.
El final del curso
está a la vuelta de la esquina. Sentiremos entonces que han llegado las
vacaciones, a pesar de que la oficina nos obligue a seguir pegados a la silla
durante el tórrido julio. El motivo no es otro que haber experimentado de nuevo
los ocho años, los once, los trece…, con sus miedos al suspenso, con sus
nervios en cuanto escuchamos la voz exigente del profesor: <<Atención,
señores: ¡guarden sus libros y saquen una hoja en blanco, un lápiz y la goma de
borrar!>>. Empieza la pesadilla…
