28 jun 2013

A lo largo de la infancia nuestra cabeza selecciona impactos a capricho, que archiva en lo más profundo de la memoria. Habitualmente no somos conscientes de que sobre los hombros no sólo llevamos las próximas gestiones a realizar, las últimas líneas del libro que se nos cayó sobre el regazo al quedarnos dormidos, el cumpleaños de un hijo o la reserva de una mesa en tal restaurante , por decir cualquier cosa, que la mente suele ser un hervidero de lunes a viernes y al final nos olvidamos de lo fundamental: las llaves, la tarjeta en la ranura del cajero automático, el teléfono sobre la mesa de una cafetería.Seguir leyendo en Teinteresa

Pero de pronto los sentidos provocan una explosión de emociones. ¿La causa? Algo diminuto y completamente indiferente para los millones de personas con los que compartimos este planeta redondo y achatado en los polos. Una luz, un olor (la pituitaria es el camino de ida hacia tiernas remembranzas), un color, una voz, un lugar, un objeto… Ante el fogonazo de ese pellizco interior se remueven esas joyas enterradas bajo los recuerdos próximos y aquellos que crían telarañas. Y las piedras acristaladas refulgen entre todo lo vivido -¡qué camino tan largo, gracias a Dios- y nos emocionamos con el eco de sus voces, ante la posibilidad de volver, durante unos instantes, a ocupar los pliegues de aquel tiempo inocente.

La mía fue una infancia feliz, dentro de los cauces de la normalidad: cinco hermanos, un sexto piso en cualquier calle de cualquier barrio de Madrid, un padre y una madre, una mujer española que, además de las funciones de la casa, nos educaba, un cine de sesión continua, un parque bajo las arcadas de un Ministerio y aquellos viajes al Norte que empapaban la monotonía con un remojón de magia.

La habitación de los chicos era nuestro universo. Jugábamos en el suelo, sobre las camas, retrepados al radiador y con los pies encima de la mesa de estudio. En una esquina, el baúl de los disfraces. En la otra, un tambor de Colón repleto de soldaditos, coches, fichas de Lego, muñecos mal pintados y –¡qué misterio!- el zapatito de alguna de las Nancys de mi hermana. Allí pasábamos las perezosas tardes de los sábados, porque los niños de entonces apenas hollábamos otras habitaciones (no me acostumbré al salón hasta bien superados los diez). Y la habitación era la isla a la que acudían nuestros amigos, repeinados al agua y con una curiosidad insaciable ante los secretos que ocultaba aquel bote de detergente, al que le habíamos arrancado el cartelón publicitario y perfumaba de jabón a los pieles rojas que asediaban el fuerte.

La habitación era también biblioteca. Pocos libros, supongo, pero bien aprendidos. Tebeos de Bruguera que habían perdido las grapas y se nos deshojaban entre las manos como ave herida. Libros de aventuras ilustradas, algunos títulos de la editorial Molino y, como Rey de aquellos lomos despuntados, “Héroes en zapatillas”, un álbum de tapa dura en el que destacaba un simpático Don Quijote junto al temeroso Sancho, fiel escudero que a lo lejos adivina la fisonomía de las aspas que su señor confunde con brazos de gigante. Gracias a esta genialidad de la literatura para niños, muchos le pusimos rostro a los egregios fantasmas del pasado universal, unos reales y otros criaturas de la genialidad de los hombres:Napoleón, Aquiles, Teseo, Colón, Espartaco, Julio Verne, Nerón, Midas, Ponce de León, etc.

No teníamos edad para que nos explicaran la megalomanía funesta de los tiranos, que en las páginas de “Héroes en zapatillas” resultaban graciosos por atolondrados y hasta arrepentidos (de estos últimos, qué poquitos personajes egregios podemos enumerar), sino para memorizar las rimas sencillas con las que estaban cosidas las viñetas. Lo mejor del libro -lo habrán adivinado- eran las planchas de la derecha, por las que saltaban los monigotes disfrazados de héroes. A la izquierda estaban los textos: una brevísima biografía del protagonista, un episodio relevante de su vida, pero “en zapatillas”, como quitándole importancia, y un cuadro con su aportación a la humanidad.

“Héroes en zapatillas” ha regresado. Me dicen que ha sido uno de los títulos más vendidos en la Feria del Libro de Madrid. No serán los niños contemporáneos los que se rindan al reclamo de su cubierta, sino los padres. Ante el perfil inconfundible del Quijote y su melancólico Rocinante, sentirán que algo se les remueve en el fondo de las entrañas. Es la luz de los recuerdos más profundos, aquellos que pudieron clavarse en la pared del corazón antes de que el devenir los ocultara.


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