El final de junio es rico en funciones
escolares. A quienes disfrutamos de una familia numerosa nos llueven las
invitaciones a las fiestas de fin de curso, los festivales infantiles, los
conciertos de voces polifónicas y los bailes. Y si la prole sale artista, ni te
cuento, que uno no se levanta del salón de actos ni deja de aplaudir con
entusiasmo a cada gesto de improvisado candor, pues nada hay más bonito que un
niño asomado a la infinitud del arte, desde el garabato con el que la más
pequeña representa a su familia (¡qué delgado me ves, tesoro!), al gorgorito de
la que apunta maneras de Castafiore sin temor al ridículo, que es enfermedad de
adultos.
Pero todas las monedas tienen dos caras. Acabo
de esbozarles la amable, que es la ilusión de los pequeños ante la fecha que se
aproxima, la de su número, por el que pisarán el escenario para deleitar a una
abigarrada concurrencia. Ellos no desean el aplauso sino no olvidarse del
momento en el que deben subir los brazos, menear la cabeza, dar una vuelta
sobre los pies y cantar –siempre cantar- a la inocencia, que es el campo en el
que siembran sus primeros pasos.
La cruz es la concurrencia. Es decir, los
padres, los hermanitos, los abuelos y los tíos que llenan el salón de actos.
Porque son mayoría los que acuden al colegio convencidos de que “su niño”, “su
niña”, “su príncipe”, “su princesa”, es el único que actúa. El único que
debería actuar.
Los hay que llegan con hora y media de
antelación para conquistar los asientos más cercanos al escenario. Clavan, sobre
sillas y sillones, bolsos, chaquetas, zapatos y lo que haga falta con tal de
que cualquier familiar de cualquiera otra criatura que no sea la suya, no
entorpezca sus movimientos durante la actuación. Porque en vez se sentarse para
disfrutar, se traen de casa un plan de combate que les garantice que el
festival será para ellos y nada más que para ellos. Ahora, que con los de las
filas siguientes ocurre más o menos lo mismo. Por eso va creciendo el tumulto,
el runrún sobre el rato de gloria que les va a deparar el chiquitín o el que ya
no es tan chiquitín pero aún le brillan los ojos ante aquellos retos a los que
los mayores apenas prestamos atención.
La directora o el director del centro ya está
en el estrado. Nadie se calla. Toma el micrófono. Nadie se calla. Los
familiares van a lo suyo: atienden llamadas de teléfono, escriben mensajes,
preparan las cámaras de fotos… Ya saben lo que van a escuchar; no están
dispuestos a atender: todo se ha preparado con mucho cariño, los niños están
nerviosos y no conviene ponerles más nerviosos clamando sus nombres,
saludándoles, cegándoles con un flash
mientras van de camino a las tablas, etc. Ruega que nadie se ponga de pie
durante la representación, para que quienes están sentados atrás puedan ver el
espectáculo. Y, por favor, no se suban a las sillas, que se rompen. Los
murmullos crecen y crecen. Una madre se ha encontrado con otra madre y
rivalizan, con el colmillo fuera de la boca, a causa del disfraz más
conseguido. Una abuela quiere saber a qué hora tiene turno en la peluquería. Un
padre discute con la oficina. Un hermanito quiere pis o se aburre y por eso
atiza a otro hermanito…
Al fin se abren las puertas y comienza el
desfile de niños ataviados de caperucita, del lobo, del cazador, de
Blancanieves, de los enanitos, de Peter Pan, de no sé quién y de no sé cuántos.
Las madres, los padres y los abuelos sacan al Increíble Hulk que llevan dentro.
Llueven fogonazos de cámara, las llamadas a voces para que cada pequeño
descubra en dónde se encuentran sus familiares, los saltos sobre la sillas para
que los de atrás no vean con tal de que logremos sacar el reportaje fotográfico,
el crujido de la madera que revienta bajo el peso, indiferente a las sesiones
de Pilates y a la faja Vulkan, las protestas de los de atrás porque no ven y
los oídos sordos de quienes consideran que al que madruga Dios le ayuda, el
padre que alza sobre su cabeza una tableta digital con la que está dispuesto a
grabarlo todo, pero todo, por más que impida la visión al resto del auditorio,
las voces, los gritos, el desinterés de quienes saben que el número de sus
niños viene más tarde, la mala educación de los que aprovechan el espectáculo
de otros cursos, de otras clases que no son la suya, para marcar el número de
un amigo al que propone tomarse unas cervezas, de una amiga con la que
destripar el último número del ¡HOLA!.
El final de junio es rico en funciones
escolares… Por eso deseo que comience, de una vez, San Fermín.