Escribimos para perpetuarnos. Cada vez lo
tengo más claro. Este mismo artículo no deja de ser un propósito para que mis
reflexiones no se las lleve el viento o las derrita el fuego de este verano incandescente.
Desde la lista de la compra a una tesis
doctoral sobre el vuelo fastidioso de las moscas, las palabras dibujadas en
símbolos más o menos legibles (qué mala fama la vuestra, médicos) pretenden que
la vida no caiga por el embudo del olvido. Quien les escribe, que es muy
distraído, en numerosas ocasiones se olvida la susodicha nota de la compra en
casa. Cuando regresa del super, su
mujer comprueba con enfado que no ha comprado huevos, aceite, filetes de pollo ni
detergente, por más que en las bolsas haya un cacto, tabletas de chocolate de
todos los colores, vinagre de Módena y una bolsa de pinzas cuando el tendedero está
como los hilos de la luz, conquistado por una bandada de pájaros de colores.
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Para escribir, claro, necesitamos un soporte,
preferiblemente el papel, que con la escritura electrónica pasa lo que pasa: un
apagón antes de pulsar el botón del “guardar como” y nuestras genialidades
regresan a la nada, inquietante blancura hacia la que nos encaminamos, según
los ateos. Como ven, todo es cuestión de fe.
Los ingleses muestran en su Museo esos objetos
–los más significativos de todas las civilizaciones antiguas- que esquilmaron
cuando se paseaban por el mundo como por el jardín de sus casas pareadas.
Reluce la negrura de la pesada piedra de Rosseta, en la que los egipcios
punzaron una novela de Corín Tellado utilizando vetustos jeroglíficos y
modernísimas grafías de la Grecia de entonces. Y mira que fueron los padres del
papiro, ingrávido y flexible, fácil de llevar de un sitio a otro, inmejorable para
componer tiernas cartas de amor sin necesidad de curtir pieles de cabra -con lo
mal que huelen durante el proceso- ni de grabar sobre tablillas de arcilla, que
quieras o no manchan las manos.
Pero lo revolucionario fue el papel. Desde el
más tosco, confeccionado de manera artesanal con colas y serrín, al de blancura
cegadora que compramos en paquetes de a quinientos en cualquier tienda de
fotocopias.
Sobre quinientos folios se pueden escribir
muchas cosas. Desde tonterías a pensamientos cargados de serena filosofía, pues
el papel lo soporta todo, ya lo saben, desde un dibujito burlón durante una
soporífera clase de Derecho procesal a una petición de matrimonio. En una hoja
de papel firman los nuevos esposos y sus testigos que aquello es de verdad, vamos,
que va a durar hasta que la muerte haga de las suyas y la desconsolada viuda
pueda, al fin, largarse a jugar a las cartas con sus amigas o consolar su
tristeza haciendo arder la VISA en El Corte Inglés (hombres que me leéis, os
animo a que lo asumáis). Y sobre otra hoja se firma un acta de divorcio exprés
en la que apenas hay tiempo de garabatear el nombre de los esposos que han
pasado del embeleso al odio.
Un montoncito de folios guarda el discurso del
presidente de los Estados Unidos sobre el estado de la Unión, los ripios de un
quinceañero con ínfulas de poeta y la carta de una niña soñadora a Papá Noel. Y
un papel, un triste pedazo de papel, puede hundir la carrera del más listo.
Basta una rúbrica bajo un texto indebido, un “recibí” que nunca debería haberse
aceptado o el visé de un caradura sobre el autografiado de otro caradura. Es la
venganza de la letra, de la carta en la mesa porque pesa. Aunque un papel
también puede servir para mentir con tal de acabar con la carrera del vecino,
especialmente en este nuestro teatro en el que basta la sospecha para la
condena pública, para el apaleo del pueblo, para la manifestación violenta de
quienes se saben al margen de todo y aplican la justicia según las coordenadas
de su ideología vintage, pedrada va, pedrada
viene. Así consiguen salir en los papeles y en internet, que es el folio del
siglo XXI.
Como conclusión, papeles para todos: honrados
y sinvergüenzas; funcionarios y artesanos de las facturas falsas; niños que aún
rellenan páginas de palotes y delincuentes que un día rompen la paz urbana y al
día siguiente desayunan tortitas en VIPs mientras garabatean palabras procaces
en una servilleta, que también es papel y lo aguanta todo, pero menos.