19 jul 2013


Escribimos para perpetuarnos. Cada vez lo tengo más claro. Este mismo artículo no deja de ser un propósito para que mis reflexiones no se las lleve el viento o las derrita el fuego de este verano incandescente.

Desde la lista de la compra a una tesis doctoral sobre el vuelo fastidioso de las moscas, las palabras dibujadas en símbolos más o menos legibles (qué mala fama la vuestra, médicos) pretenden que la vida no caiga por el embudo del olvido. Quien les escribe, que es muy distraído, en numerosas ocasiones se olvida la susodicha nota de la compra en casa. Cuando regresa del super, su mujer comprueba con enfado que no ha comprado huevos, aceite, filetes de pollo ni detergente, por más que en las bolsas haya un cacto, tabletas de chocolate de todos los colores, vinagre de Módena y una bolsa de pinzas cuando el tendedero está como los hilos de la luz, conquistado por una bandada de pájaros de colores.
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Para escribir, claro, necesitamos un soporte, preferiblemente el papel, que con la escritura electrónica pasa lo que pasa: un apagón antes de pulsar el botón del “guardar como” y nuestras genialidades regresan a la nada, inquietante blancura hacia la que nos encaminamos, según los ateos. Como ven, todo es cuestión de fe.

Los ingleses muestran en su Museo esos objetos –los más significativos de todas las civilizaciones antiguas- que esquilmaron cuando se paseaban por el mundo como por el jardín de sus casas pareadas. Reluce la negrura de la pesada piedra de Rosseta, en la que los egipcios punzaron una novela de Corín Tellado utilizando vetustos jeroglíficos y modernísimas grafías de la Grecia de entonces. Y mira que fueron los padres del papiro, ingrávido y flexible, fácil de llevar de un sitio a otro, inmejorable para componer tiernas cartas de amor sin necesidad de curtir pieles de cabra -con lo mal que huelen durante el proceso- ni de grabar sobre tablillas de arcilla, que quieras o no manchan las manos.

Pero lo revolucionario fue el papel. Desde el más tosco, confeccionado de manera artesanal con colas y serrín, al de blancura cegadora que compramos en paquetes de a quinientos en cualquier tienda de fotocopias.

Sobre quinientos folios se pueden escribir muchas cosas. Desde tonterías a pensamientos cargados de serena filosofía, pues el papel lo soporta todo, ya lo saben, desde un dibujito burlón durante una soporífera clase de Derecho procesal a una petición de matrimonio. En una hoja de papel firman los nuevos esposos y sus testigos que aquello es de verdad, vamos, que va a durar hasta que la muerte haga de las suyas y la desconsolada viuda pueda, al fin, largarse a jugar a las cartas con sus amigas o consolar su tristeza haciendo arder la VISA en El Corte Inglés (hombres que me leéis, os animo a que lo asumáis). Y sobre otra hoja se firma un acta de divorcio exprés en la que apenas hay tiempo de garabatear el nombre de los esposos que han pasado del embeleso al odio.

Un montoncito de folios guarda el discurso del presidente de los Estados Unidos sobre el estado de la Unión, los ripios de un quinceañero con ínfulas de poeta y la carta de una niña soñadora a Papá Noel. Y un papel, un triste pedazo de papel, puede hundir la carrera del más listo. Basta una rúbrica bajo un texto indebido, un “recibí” que nunca debería haberse aceptado o el visé de un caradura sobre el autografiado de otro caradura. Es la venganza de la letra, de la carta en la mesa porque pesa. Aunque un papel también puede servir para mentir con tal de acabar con la carrera del vecino, especialmente en este nuestro teatro en el que basta la sospecha para la condena pública, para el apaleo del pueblo, para la manifestación violenta de quienes se saben al margen de todo y aplican la justicia según las coordenadas de su ideología vintage, pedrada va, pedrada viene. Así consiguen salir en los papeles y en internet, que es el folio del siglo XXI.

Como conclusión, papeles para todos: honrados y sinvergüenzas; funcionarios y artesanos de las facturas falsas; niños que aún rellenan páginas de palotes y delincuentes que un día rompen la paz urbana y al día siguiente desayunan tortitas en VIPs mientras garabatean palabras procaces en una servilleta, que también es papel y lo aguanta todo, pero menos.





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