Mis hijos tuercen el ceño cuando les hablo del
11 de Septiembre, fecha que marcó un nuevo rumbo en la Historia.
Lo hacen porque mis impresiones sobre aquel
crimen terrorista que vivimos en directo, les suenan a cuento de abuelito. Para
ellos se trata de un suceso difuminado por el tiempo que en nada puede
sorprenderles. Entienden que el mundo siempre ha sido así, con un 11-S cosido a
las conversaciones, a las hipótesis, a los juegos de guerra. Nacieron poco
antes o poco después del doloroso acontecimiento y en ocasiones lo confunden
con la masacre de Atocha por la coincidencia macabra y buscada de la fecha. El mundo
en el que están creciendo ha traído consigo la fractura del odio
fundamentalista, causa de tantas muertes que les entran por los ojos del
telediario, por la tinta de un periódico que han leído por casualidad, por el
argumento de sus películas.
A su edad yo también arrugaba el ceño cuando
mi padre evocaba la muerte de Manolete. Él era un niño –me decía- cuando la
cornada del Miura al torero de la lánguida figura puso en España punto y final
a las penalidades del Siglo (el descontento, el hambre, una guerra fratricida y
otra vez el hambre) para abrir las páginas de un futuro un poco más luminoso. Seguir leyendo en Teinteresa.es
Aquel gesto displicente se debía a que lo de
Manolete me sonaba al “Cuento de la buena pipa”, de tantas veces como me lo
contó. Parecía que mi padre no se daba cuenta de que yo había nacido en un
mundo en el que Manolete era una película del NODO, ceniza de columbario. Sin
embargo, le callaba mi estupor: ¡había coincidido en el tiempo con “El monstruo
de Linares” (así lo apodaban los gacetilleros taurinos), con Hitler, Stalin y Churchill!.
A fin de cuentas, nada me causa mayor sorpresa sino comprobar que la Historia
es una larguísima cadena en la que los hombres actuamos como eslabones.
A mi padre le correspondió el eslabón de
Manolete, el del final de nuestra guerra y el del inicio y el finiquito de la
matanza europea, además de otros muchos aconteceres a todo color. El de mis
hijos ha venido con otro lío sobre el inmenso tablero de este juego del Risk. A
un lado, Occidente en decadencia. Tras el hartazgo de bienestar, la negrura de
un mañana en el que nos faltará el relevo que sostenga no solo nuestras
pensiones –conclusión mezquina ante los auténticos dolores del mundo- sino esta
larguísima primacía cultural, civilizadora. Al otro lado del tablero, millones
y millones de islamistas zarandeados por un imposible afán de occidentalización
o por un deseo febril de radicalización que les empuja a un hoyo de sangre y
fuego.
Lo llamamos la “primavera árabe” porque suena
bonito, una suerte de reedición del Mayo del sesenta y ocho. Creímos que allí
donde se proyecta la sombra de la media luna iba a pedirse elecciones libres
que traerían gobiernos legítimos capaces de proclamar defensores del pueblo y otras
florituras por el estilo, que tanto nos gustan. Consideramos que el sacrificio
de los primeros caídos mereció la pena, que sobre los cadáveres de los
manifestantes (no de los policías ni de los soldados; nos gusta poner
categorías a los muertos) crecerían las flores de la libertad. Ante las
imágenes que nos servía la prensa (las multitudes vociferantes en un idioma que
no entendemos, las cargas, las frentes rotas a pedradas, los coches en
llamas…), adivinábamos un mañana soleado que haría de Túnez, Argelia, Libia,
Egipto, Siria, Turquía… el paraíso del entendimiento, el marco ideal para
proclamar a Miss Mundo o para inaugurar otro Disney World.
No habíamos entendido lo que nuestros hijos
comprenden sin esfuerzo: que el mundo no volverá a ser como antes del 11-S, que
los tiempos cambiaron, que Al Qaeda se
ha extendido como una venenosa mancha de aceite. Detrás de las algaradas, de
las contundentes respuestas de las fuerzas del orden de esos países sin orden
ni concierto, de los bombardeos indiscriminados y los terroristas suicidas no
existe ningún propósito de conversión a nuestros principios anclados en el
equilibrio de los derechos y los deberes.
¿Cuál será el próximo eslabón de la cadena? Lo
ignoro. A mis hijos les ha tocado nacer en este escenario y tal vez deban
resolver nuestros errores, el empeño con el que destruimos los ejes de nuestra
civilización, esos valores que añoran aquellos que se han puesto a bucear en
los orígenes de la tan cacareada crisis y que son los únicos con los que podremos
resistir el rebullir de ese hormiguero soliviantado.