Antes de que nos hundiéramos en esta
ciclogénesis, creía a pies juntillas que el futuro del cacareado Estado del
bienestar tendría en el ocio su última parada. A España no le quedaba otra que
convertirse en un parque temático para la vieja Europa. Los españoles, cansados
de trabajar y acostumbrados a jornadas laborales cada vez más breves, cederíamos
la venta de entradas, la jardinería, los espectáculos varios y los restaurantes,
bares de tapas y garitos de lujo con una interminable carta de gin-tonics, a esa
emigración pobre a la que los ministros de faustos gobiernos habían abierto las
puertas con el convencimiento atolondrado de que sería bolsa cautiva de
votantes.
Dicho de otra manera, los españoles subsidiados
por la teta del Estado, los de la indemnización y el derecho a un paro ad
eternum por prejubilación, disfrutaríamos de los campos de golf y de la más
cara de todas las ligas de fútbol de este planeta con forma de balón
reglamentario, salvo cuando nos encontrásemos de crucero por esos mares de Dios.
Pero las cosas han cambiado: se ha
volatilizado hasta la sombra del ocio tan traído. Somos patéticos testigos de
cómo nuestras cotizaciones a la Seguridad Social se deshacen como una hoja seca.
Hasta el derecho a cobrar la cartilla de jubilación se evapora a medida que la
pirámide demográfica se deforma como la gelatina.Seguir leyendo en Teinteresa.es
Los representantes sindicales que jugaban al
golf (más de uno vivía entregado al swing que dibujaron los aristócratas ingleses,
inventores del escenario preferido de los relatos aristocráticos de Wodehouse,
cuentos de hierba segada cual alfombrilla) han experimentado cómo el césped se
transfiguraba en un secarral de suspensión de pagos, en el cierre de la casa-club
en la que se desabrochaban los zapatos tachonados y les servían los gin-tonics,
en la tórrida oficina en la que se racionan las horas de aire acondicionado,
por más que el sindicato vaya a ser la última institución que vea menguar las
mercedes públicas.
España ya no es el paraíso del ocio, al menos
para sus nacionales. Se nota en los lugares de veraneo. Hay huecos en los
restaurantes costeros que no han echado el cierre, en las playas alejadas de
las grandes ciudades, en las terrazas donde antaño los combinados se cobraban a
un abusivo precio de caviar iraní.
Lejos de los parnasos estivales, al españolito
no le queda más remedio que inventarse en el salón de su casa hipotecada el
anhelo de una isla bonita. Puede colocar una piscina inflable bajo la lámpara,
pegar con Blu-Tack pósteres de Cancún o las Columbretes, hacer del anís otra
bebida blanca que remover con un corte de limón, pepino, barra de regaliz o
brote de hierbabuena, como mandan los cánones de ese respiro nacional con
burbujas de quinina que ha venido a desplazar al hispano calimocho o al
setentón cubata, pues el progreso, los cien años de honradez y el vuelo azul de
la gaviota doblemente “pe” nos han hecho más sibaritas, un poco más
cosmopolitas y menos endomingados.
Pero nos quedan las cenas de verano. Todo un
gusto, queridos lectores, sentarse con los amigos en el velador de un
merendero, en una mesa corrida (con mantel de papel y los mismos cubiertos para
el primero y el principal), en el jardincito que permite las artes de la
barbacoa o sobre el mantel de cuadros en una merienda-cena frente a la
corriente mansa de un río. Es el mejor de los ocios, sin sofisticaciones
innecesarias: una buena compañía, una mejor conversación y la seguridad de que
las malas horas no son capaces de doblegar nuestra libertad para forjar lazos
de familia con personas que no llevarán nunca nuestra sangre y que, sin
embargo, están dispuestas a entregarnos hasta la última gota si fuese
necesario.
Somos muchos los que no entendemos el mes de agosto
sin esas cenas en las que de nuevo afloran las risas, los recuerdos más
divertidos, las ocurrencias ajenas a la miserable actualidad política, las
bromas bienintencionadas, el regocijo ante el plato que no necesita espumas ni
flambeados de Masterchef sino la buena intención de quien ha tenido la generosidad
de bordar una paella o unas chuletitas salpicadas con hojas de romero.
Durante las sobremesas, a la luz del cielo
estrellado, comprendemos que para ser feliz no se necesita un paraíso fiscal ni
un padrino que te coloque en la cresta de la ola de las vanidades. En esas
horas que nos conducen a la madrugada, recordamos lo rica que sabe una sangría
frente a los brebajes que nos hacen darnos importancia. Es en esa lluvia de
estrellas fugaces cuando los ojos se iluminan y comprenden que en la vida son
muy pocas las cosas importantes. Y entre ellas, por supuesto, está la amistad.
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