Las vacaciones son un invento moderno, aunque
se nos antojen derecho fundamental de todo trabajador a cuenta ajena, de todo
currante sindicado, de todo funcionario al servicio del Estado, de todo
estudiante en edad de merecer dos y hasta tres meses de asueto sobre la tumbona
de una piscina.
Las vacaciones son un invento modernísimo para
los paisanos que todavía se agarran a la España rural, apenas un puñado, los
últimos de Filipinas, unos cuantos viejos y viejas que salpican las soledades
de una geografía desértica y anhelan vender –para que sus nietos hereden algo
más que una bacina y una muela de oro- el caserío familiar a alguna empresa de
agroturismo.
Hasta hace un telediario, España era una
sucesión de campos de labrantío que se extendían de Norte a Sur, de Este a
Oeste, sobre el mar, como la piel curada de un toro que naufraga. Entonces
llegaron los progresos exponenciales, que fue descubrir la faja de nylon y empezar
el acabose: el plástico, la producción en cadena, el whatsapp, el desembarco de los chinos… Seguir leyendo en Teinteresa.es
Al tiempo que nos convertíamos en urbanitas
provincianos, en capitalinos del Reino, viajantes con cartera de piel de
cocodrilo, clientes de un Mercadona que ha globalizado la tortilla de
Hacendado, la España rural parecía cada vez más lejana, más pequeña, hasta que logramos
convertirla en una curiosidad sometida a la política agraria común, con sus
cuotas y subvenciones que disparan el precio de los viñedos y tumban el
cacareado negocio de las bodegas; un inmenso sinsentido.
Para los viejos y las viejas que echaron los
dientes entre mieses, huertas y ganados, la vida estuvo a punto de caer en el
mismo ciclo que rigió la de sus padres, abuelos y bisabuelos, todos ellos
sometidos a los exigentes ritmos del campo, a la fuerza de las estaciones, a la
faena y a la espera por más que siempre quedase tarea pendiente (segar para el
invierno, copar la leñera antes de que llegasen los fríos, engordar los
lechones y afilar los cuchillos, bajar los ganados de la montaña libérrima a la
aburrida placidez del establo), pero llegó la televisión con su poder absoluto y
cambiaron el crepitar del hogar por la sintonía de Mariló Montero.
Las luces y los sonidos que traen el fluido
eléctrico, una antena y las ondas invisibles, dificultan su capacidad para
rememorar una infancia que ya nunca volverá, en la que el protagonismo se lo
llevaron las lecciones del señor maestro, los domingos de misa y baile y la
conversación -despaciosa para quien arrancaba las hojas del almanaque sin
prisas- sobre los veraneantes, esas familias que aparecían en los meses
calurosos como bandadas de aves de paso.
Los que hacían realidad el derecho universal
al asueto pagado, miraban con estúpido arrobo a los que siempre estaban en el
valle, en el pueblo, junto a la playa…, como si ellos mismos no provinieran de
hombres y mujeres que gastaron los años en lugares similares y sin conocer en
qué consiste una vacación.
Hacemos de los últimos aldeanos parte del
bucólico paisaje de agosto, una atracción más del veraneo, un cuadro
costumbrista que nos despierta el anhelo de una existencia muy diferente a la
que obligan las oficinas, los comercios, la administración, las universidades,
el dédalo infinito de calles y más calles, la masa de rostros sin nombre, sin
conexión, sin intercambio, sin una experiencia común.
En el corazón del veraneante que asoma los
ojos por el ventanuco que muestra lo poco que queda de aquella España, se despierta
el instinto atávico que nos cose a la tierra sin metáforas, como Yahvé cosió el
destino del hombre –según los poéticos versículos del Génesis- a los campos,
los ríos y los mares, postales de nuestras vacaciones que ya no explotamos con
afán de subsistir sino de hallar entre sus terrones, corrientes y mareas los
hilos de la felicidad.
Las vacaciones son un invento moderno,
modernísimo, que nos puede acercar a lo primigenio, a lo auténtico, a las
raíces en las que se hunde el tronco de nuestro árbol genealógico. Por eso me
entristece que se acaben, que me vea obligado a cerrar las maletas para poner
rumbo, ¡maldita sea!, a tantos quehaceres sometidos al dedo acusador de los
inspectores de Hacienda.