31 ago 2013


Las vacaciones son un invento moderno, aunque se nos antojen derecho fundamental de todo trabajador a cuenta ajena, de todo currante sindicado, de todo funcionario al servicio del Estado, de todo estudiante en edad de merecer dos y hasta tres meses de asueto sobre la tumbona de una piscina.

Las vacaciones son un invento modernísimo para los paisanos que todavía se agarran a la España rural, apenas un puñado, los últimos de Filipinas, unos cuantos viejos y viejas que salpican las soledades de una geografía desértica y anhelan vender –para que sus nietos hereden algo más que una bacina y una muela de oro- el caserío familiar a alguna empresa de agroturismo.

 Hasta hace un telediario, España era una sucesión de campos de labrantío que se extendían de Norte a Sur, de Este a Oeste, sobre el mar, como la piel curada de un toro que naufraga. Entonces llegaron los progresos exponenciales, que fue descubrir la faja de nylon y empezar el acabose: el plástico, la producción en cadena, el whatsapp, el desembarco de los chinos… Seguir leyendo en Teinteresa.es

Al tiempo que nos convertíamos en urbanitas provincianos, en capitalinos del Reino, viajantes con cartera de piel de cocodrilo, clientes de un Mercadona que ha globalizado la tortilla de Hacendado, la España rural parecía cada vez más lejana, más pequeña, hasta que logramos convertirla en una curiosidad sometida a la política agraria común, con sus cuotas y subvenciones que disparan el precio de los viñedos y tumban el cacareado negocio de las bodegas; un inmenso sinsentido.

Para los viejos y las viejas que echaron los dientes entre mieses, huertas y ganados, la vida estuvo a punto de caer en el mismo ciclo que rigió la de sus padres, abuelos y bisabuelos, todos ellos sometidos a los exigentes ritmos del campo, a la fuerza de las estaciones, a la faena y a la espera por más que siempre quedase tarea pendiente (segar para el invierno, copar la leñera antes de que llegasen los fríos, engordar los lechones y afilar los cuchillos, bajar los ganados de la montaña libérrima a la aburrida placidez del establo), pero llegó la televisión con su poder absoluto y cambiaron el crepitar del hogar por la sintonía de Mariló Montero.

Las luces y los sonidos que traen el fluido eléctrico, una antena y las ondas invisibles, dificultan su capacidad para rememorar una infancia que ya nunca volverá, en la que el protagonismo se lo llevaron las lecciones del señor maestro, los domingos de misa y baile y la conversación -despaciosa para quien arrancaba las hojas del almanaque sin prisas- sobre los veraneantes, esas familias que aparecían en los meses calurosos como bandadas de aves de paso.

Los que hacían realidad el derecho universal al asueto pagado, miraban con estúpido arrobo a los que siempre estaban en el valle, en el pueblo, junto a la playa…, como si ellos mismos no provinieran de hombres y mujeres que gastaron los años en lugares similares y sin conocer en qué consiste una vacación.

Hacemos de los últimos aldeanos parte del bucólico paisaje de agosto, una atracción más del veraneo, un cuadro costumbrista que nos despierta el anhelo de una existencia muy diferente a la que obligan las oficinas, los comercios, la administración, las universidades, el dédalo infinito de calles y más calles, la masa de rostros sin nombre, sin conexión, sin intercambio, sin una experiencia común.

En el corazón del veraneante que asoma los ojos por el ventanuco que muestra lo poco que queda de aquella España, se despierta el instinto atávico que nos cose a la tierra sin metáforas, como Yahvé cosió el destino del hombre –según los poéticos versículos del Génesis- a los campos, los ríos y los mares, postales de nuestras vacaciones que ya no explotamos con afán de subsistir sino de hallar entre sus terrones, corrientes y mareas los hilos de la felicidad.

Las vacaciones son un invento moderno, modernísimo, que nos puede acercar a lo primigenio, a lo auténtico, a las raíces en las que se hunde el tronco de nuestro árbol genealógico. Por eso me entristece que se acaben, que me vea obligado a cerrar las maletas para poner rumbo, ¡maldita sea!, a tantos quehaceres sometidos al dedo acusador de los inspectores de Hacienda.  
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