9 sept 2013


Sin familias el mundo sería un erial. No es cuestión de dibujar una tragedia sin prólogo, un desastre sin aperitivo: reconozcamos, para tranquilidad de los teóricos, la posibilidad de que -de una manera u otra- sin familias también estaría garantizado el “cambio generacional” (qué feo suenan estos modos de hablar y escribir, producto de una universalización de la memez), por más que éste no significaría la pervivencia demográfica, casi al pairo a estas alturas de la película, en las que no hay niños que en el futuro ocupen nuestras casas, nuestros contados puestos de trabajo, nuestras cartillas, nuestras pólizas, nuestras declaraciones de la renta, nuestra fortuna o nuestra ruina, por más que los analistas y los políticos hagan sobre este asunto un peligrosísimo mutis). Los niños continuarían llegando al mundo, claro que sí, transportados por una cigüeña, un vientre o una probeta. 

En muchas entrevistas, no son pocos los personajes populares –esos con los que se identifica la gente porque salen en televisión- en edad de merecer que nos revelan el anhelo natural de tener un bebé a su lado, incluso si les falta solidez en sus relaciones afectivas, fenómeno extendido por nuestro mundo, en el que tantos niños se las ven y se las desean para crecer con paz en un paisaje hostil a causa de las ausencias, de la fastidiosa soledad.
Sin familias, no tengo dudas, el mundo viviría un apagón de sensatez, que es un positivo fenómeno que produce la estrecha convivencia entre muchos, el aprendizaje en comandita, la obligación de compartir y hasta de hacerse oír en un hogar en el que se escuchan muchas voces. Lo escribo por experiencia, la misma de muchos lectores: como ellos nací y crecí en una familia numerosa apremiada por las necesidades de la Crisis del petróleo; como muchos de ellos he formado junto a mi mujer una familia numerosa apremiada por las necesidades de esta Crisis, a la que aún no hemos bautizado con un nombre definitivo.Seguir leyendo en Teinteresa.es

Sin familias, ahora que hablamos de economía, no habría crecimiento, gasto, ahorro, inversiones…, porque faltaría estabilidad, cimiento de cualquier negocio, también del macronegocio de una nación, de un continente que no busca tanto la expansión de sus fronteras como el superávit en sus cuentas anuales. Y sin crecimiento económico, claro, la ruina. Y con ella el desencanto, el desorden, el vandalismo, la pelea, el caos.  

A pesar de lo expuesto (otra universalización de la memez léxica) no somos las familias la principal ocupación de los que mandan, por más que sea en el seno familiar donde suelen cocerse las preferencias políticas, la dirección de los votos. También el gusanillo empresarial: ese comercio que pasa de padres a hijos, esa pequeña empresa en la que se da empleo y sueldo a los cuñados o al sobrino que parece más despierto que una liebre.

Lo traigo a la palestra con motivo (horror, va la tercera…) del comienzo de otro curso escolar. Lo de siempre: una lista interminable de prendas de uniforme, libros y utillaje para confeccionar el regalito del día de los abuelos, que cae sobre la cartera de quienes hacemos cabeza y banca de este bendito invento. Sin ir más lejos, tengo extendido ante mí el tique de compra de dos libros para primero de la ESO, uno de Ciencias de la Naturaleza y otro de Ciencias Sociales (extraña manera de llamar a la Historia de toda la vida), en inglés para más señas. Tienen, entre ambos, el grosor de un dado de casino, pero me han costado cuarenta y siete euros del ala. Aún me quedan las prendas del uniforme, los demás libros y el utillaje para el regalito. 

El padre de familia se pregunta el porqué de semejante atraco amparado por el Ministerio de Educación al socaire del precio liberado para los libros de texto, libros de obligada compra. Y se pregunta, desgraciado padre de familia, con temor, cuál será nuestro destino.



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