Llego tarde, lo sé. Tanto cantaban el
alumbramiento de este niño que un escritor de mi categoría debería haber
manejado todos los detalles desde que, gracias a una foto de perfil de la hoy
feliz mamá, se propagó el come-come de que había embarazo, consecuencia natural
después de aquella royal wedding que
fue un sueño hecho realidad, pues se casó el primogénito de la Princesa del
pueblo, hijo también de un eterno aspirante a rey especializado en huertos
ecológicos, nieto por supuesto de las soberanísima entre los soberanos,
bisnieto de aquella adorable anciana que sabía tanto de gintonics como de la
cría de corgi galés, un extraño can mezcla de zorro y escaño para los pies.
Sospecho que media humanidad podría aprobar
una tesis doctoral acerca de la gestación coronada. Tan grande ha sido la
histeria colectiva que más de una abuela habrá trocado el nombre del caniche
(“Fifi”, aunque suene manido) por otro más elegante: “Katemildelton”, en el
caso de que el perro de lanas sea hembra; “Elhijodeladidí”, si el pobre macho carga
sobre su conciencia el deshonor de pertenecer a tal raza perruna. Son las cosas
de los ingleses, ya saben, en teoría tan odiados por la vieja Europa como
envidiados como se envidian aquellos míticos abrigos amarillos reventones de la
Reina madre (la de Isabel II, por aclarar), a juego con un sombrerito con forma
de colillero de Cinzano.
Lo he comprobado en tierras celtas, la dolorida
Irlanda, la isla del trébol, la vecina mancillada por ese corazón negro que
nunca conoció la compasión. La Gran Bretaña no deja de ser otra isla -aunque
más grande y poderosa-, que siempre ha despreciado a los irlandeses por su
catolicismo a prueba de iconoclastas, capaz de soportar hambrunas provocadas y
ahorcamientos de párrocos y coadjutores. Los irlandeses dicen -desde hace un
tiempo- que han empezado a tolerar a quienes desde siempre les han tratado tan
mal. Es el síndrome de Estocolmo que causa la crisis, pues provoca entre los
granjeros un dolor de estómago que sólo se alivia con las divisas que sus hijos
envían desde los riñones del averno (el industrial Liverpool o la grisácea
Glasgow), algo así como si los españoles concediéramos a Alemania (tan aséptica
con los compatriotas que -en los sesenta del siglo pasado- llegaron con su
maleta de cartón), el título de reino del fandango y la juerga porque de nuevo pide
mano de obra española, esta vez con titulación de la Complutense.Seguir leyendo en Teinteresa.es
Pero hablaba de la bella Éire, isla de
llanuras y cortados abruptos sobre el frío Océano, país de la lluvia pertinaz y
la bota de goma, de la conversación amable, de la música melancólica y la
añoranza por aquellos que se marcharon a convertir los Estados Unidos de
Norteamérica en una gran nación. País sembrado de cagarrutas de oveja en el que
suena un balido perenne y el invierno transcurre lento y pesaroso, como la
lectura del “Ulises” de Joyce.
Los vecinos atacaron sus costas desde todos
los flancos, prohibieron el culto eucarístico y tapiaron las ventanas de sus
pintorescas viviendas, que pasaron a ahogarse con el humo de la turba sobre la
que se cuecen las patatas y el trébol, el trébol y las patatas y -en días de
guardar- alguna salchicha.
Es la isla de los incontables minifundios, de
los páramos y las vocaciones al martirio en manos del pérfido Cromwell, de las
huellas de un mítico John Wayne que regresa para enamorarse y enamorarse y
enamorarse (tantas veces como ustedes vean “El hombre tranquilo”) de una bella
granjera de melena roja, con la que formará un hogar pobre y honrado en el que
crecerá una preciosa familia de niños pecosos con fuego en el pelo, que si mueren
por la hambruna y el bloqueo inglés, subirán al Cielo con plumas de trébol y el
decidido propósito de pedirle a San Patricio veda para entrar en los pubs,
beber pintas de Guinness y fumar cigarrillos de heno.
Irlanda -esa Irlanda que acabo de
describirles- se ha rendido, como el resto del universo, al nacimiento del
futuro Rey de los ingleses, un sonrosado pelón que un día recibirá el armiño
que descansa sobre la puntualidad, la flema y esas casas en las que no queda un
centímetro sin enmoquetar.
Es la monarquía que se cuela en nuestros
hogares –también en los hogares irlandeses- como distracción, ensueño para
gozar de palacios y oropeles, bodas, partos coronados y algunas honras fúnebres
cantadas por Elton John. Todo tan ajeno a nuestro día a día.