La vida del
escritor no es tan romántica. Si lo fuera, tendría que contarles una mentira.
Que escribo mientras contemplo el mar, por ejemplo, y no que tecleo el
ordenador en la estación de tren de Valencia al mismo tiempo que una mujer
chilla en catalán por el móvil, como si la lejanía con su interlocutor pudiera
evitarla a voces. Mal invento éste del teléfono móvil, con el que nos hemos
puesto a gritar al mundo nuestra intimidad —lo mismo una conversación laboral
que el punto y final a una relación afectiva–, también en el lenguaje de Josep
Pla, aunque este lo hiciera en castellano sin que se le cayeran los anillos,
algo que los puristas no le perdonan.
No es tan romántica
mi vida, digo, porque he sufrido como cualquier mortal el vaivén de esta semana
repleta de fiestas, los dichosos puentes, vacaciones en mitad de la cadena de
montaje que me obligan a apelotonar los viajes de ida y vuelta. Porque mis
viajes, salvo excepciones, son como los de cualquier vendedor de crecepelo
aunque sin maleta de muestras. En mi caso, una mochila en la que porto el
ordenador, escritorio del juntaletras del siglo XXI, una biblioteca andante,
archivo de mi próxima novela así como de los cientos de relatos y artículos que
me envían los muchachos del mundo mundial que sueñan convertirse en escritores
y se fían de este limitado novelista.
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Fines de semana,
feriados, puentes y moscosos dibujan el tablero de la oca de la vida. Puede que
japoneses y alemanes no entiendan el placer con el que estudiamos el calendario
laboral del año entrante. Y porque no lo entienden, reconozcámoslo, nos
producen pena, tenga la Merkel que ver o no con el futuro diseño de la
Constitución, cuando los días de fiesta que caigan de lunes a viernes se
juntarán al fin de semana, por eso de no perder el ritmo laboral, como si el
tajo fuese un baile.
El hombre nace para
trabajar, lo dice el Génesis que es palabra de Dios. Pero el trabajo, para ser
administrado con sentido común, precisa una de cal y otra de arena, un brindis
al sol de cuando en cuando, un puente o un acueducto que nos permita dedicarnos
a otras labores: viajar, estar en compañía de los nuestros y desarrollar esas
aficiones que a la fuerza nos ayudarán a sobrellevar la jubilación, que se
asoma al socavón de la muerte. Digo, de una obra, que es donde los ociosos están
obligados a mirar.
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