14 sept 2013


Cuando Milikito tuvo edad de merecer se enfundó una bata colorada, se calzó un sombrero de copa y recibió como encargo apretar una vieja bocina de automóvil. No le dejaron hablar en aquellos primeros compases de su vida artística, que no duraron mucho porque la rentabilidad del “¿Cómo están ustedes?” llegaba a su fin.
No sabían que, pese a su obligado silencio, bajo la chistera bullía una inteligencia despierta: se quitó la bata y los zapatones y consiguió un programa en el primer canal de aquella televisión tan limitada como dirigida.



Antes de desembarcar en la pequeña pantalla con sus números en solitario, en las radios infantiles sonaban sus canciones sobre un pajarito que no sabía volar y otras monerías por el estilo. Pero en cuanto se puso a rodar en exteriores, nos mostró que el payaso había evolucionado, que no era necesaria la narizota para hacer reír, pues el público tenía poco que ver con la inocencia pretendida del que se sienta en las gradas de un circo.
Rememoro aquel capítulo de la línea (blanca o amarilla, me falla la memoria). Emilio Aragón (había desterrado al atolondrado hijo de Miliki) echaba a caminar siguiendo el dibujo de una línea infinita que cruzaba calles y mercados, que subía las montañas y descendía a lo más profundo de los valles, que se metía en desiertos y se hundía en el mar. Era un humor surrealista que hizo mucha gracia, tal vez por la simplicidad del recurso, tal vez por la idiotez con la que aquel personaje se sentía empujado a dar un paso tras otro sobre el caprichoso trazado de la raya.
No fue el único subyugado por una línea, que no es sólo una tira pintada en el asfalto. También es una cola, sucesión de sujetos –uno detrás de otro- que aguardan a que llegue su turno. Telefónica firmó un anuncio televisivo de cierto éxito a cuenta de una larguísima cola ante una cabina. No recuerdo tampoco la razón de su espera ni el mensaje que la compañía estatal deseaba transmitirnos en una época en la que se necesitaban Dios, ayuda y paciencia para conseguir línea al otro lado del aparato. En todo caso, estaba la cola, la sempiterna espera, el odioso turno hasta ver cumplido un objetivo.
España era por entonces el país de las colas. Si querías ver una película en el cine, acudías una hora antes del inicio por si había cola frente a las taquillas. Filas con velocidad de tortuga para conseguir un pase para el fútbol, filas con velocidad de caracol para renovar el abono de Las Ventas, un quién da la vez en la panadería, en la pescadería, en la peluquería y en cualquier otro encargo que exigiera premura. Cola en la delegación de Hacienda, en el departamento de atención al cliente, en la ventanilla del venga usted mañana, en la sala de espera del urólogo. Cola desesperante para fijar el día de una operación. Cola incluso en los urinarios durante la celebración de cualquier espectáculo público.
La línea continua de Emilio Aragón –cuyo personaje, programa a programa, iba mostrando la desesperación por no alcanzar el final-, la fila ante la cabina de teléfono, las colas en nuestra rutina y hasta la ola que dibujamos con los brazos en los festivos eventos de masas, tienen un algo de idiocia por ser gesto en el que no se aprecia la reflexión de los participantes sino mera emulación de la peregrina propuesta de aquel que decidió cómo deben hacerse las cosas para que las cosas sean las que, al final, nos hagan a nosotros.
Por este motivo, cuando podemos nos saltamos nuestro turno, hacemos lo posible por colarnos, por evitar ese tiempo muerto y cansino. Buscamos quien desde su puesto privilegiado nos evite las horas aborregadas y recurrimos a las nuevas tecnologías, capaces de rasgar las viejas costumbres ya que nos ponen en la mano las entradas para el cine, para el fútbol, el abono de los toros, la cita con el médico, la revisión de nuestra declaración de IRPF y la reclamación contra el gran almacén.
Cada uno puede hacer con su tiempo y sus aspiraciones lo que le venga en gana; faltaría más. Solicitar incluso lo imposible, unidas las manos en una larguísima cola o bailando el charlestón bajo la pérgola de un parque. En mi ciudad, con frecuencia pasa una nube de ciclistas por las grandes avenidas. Reclaman un mundo sin humos. Felicidades por coronar de manera tan lúdica las tardes de los domingos… En el noreste de España una multitud se ha disfrazado de bandera para formar una cadena humana que ha paralizado carreteras y autopistas. Felicidades por el diploma que tal vez les entregue el Guinness World Records. Pero no se extrañen, señores eslabones, si junto a la próxima cadeneta ven pasar, confundido en sus visiones, a Milikito y su bocina.



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