26 oct 2013


Madrid se fue poblando de exiliados políticos, de familias enteras que huían de las amenazas de los terroristas, de personas de bien que buscaban refugio, conmocionadas por el asesinato a bocajarro, por el secuestro que terminó en tragedia de un esposo, de un padre, de un hermano. No eran tiempos de reconocimiento a quienes sufrían sino de silencio. Ahora lo comprendo: parecían fantasmas que llevasen colgada del pecho una escarapela invisible, la del terror, a la que nadie rendía homenajes públicos, loas gubernamentales ni monumentos. 
Ahora los llaman “los años de plomo”, que suena poético desde la lejanía de esta segunda década del siglo XXI, que suena ajeno a nuestro quehacer inquieto ante el vencimiento de la hipoteca y de las pólizas. Sí, los ecos de las bombas se han enmudecido. Sí, ya no se ven cristales rotos, pedazos de metralla ni salpicaduras de sangre sobre el asfalto. Sí, los funerales en recuerdo de las víctimas son misas de aniversario. 
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Algún mandamás de lengua grandilocuente se inventó aquello del “hemos derrotado a ETA”, que siempre me ha parecido una tonta complacencia que cerraba los ojos ante los caídos. Quisieron echar el telón a la representación macabra del sinsentido separatista, como si los muertos se hubiesen volatilizado, como si los heridos -¿cuántos cientos son?- fueran sombras de este mundo de locos, como si todos aquellos que se vieron obligados a buscar refugio lejos del País Vasco para empezar una nueva vida sin raíces, sin referencias, fueran afortunados por no tener que vivir más tiempo bajo el persistente sirimiri, ni tener que respirar el humo fabril de una industria que hace mucho tiempo quedó varada en las aguas pútridas de aquella ría, ni tener que pasear entre los tamarindos de la Concha, zona arrebatada por aquellos que se alimentaron de odio. 
La derrota de ETA, de ser cierta, resulta cuanto menos extraña. La iniciativa del alto al fuego la tomaron los pistoleros sin quitarse el pasamontañas, sin entregar las armas, sin ofrecer sus muñecas para que la policía se las esposara. No nos han regalado ni un gesto de condolencia, ni un tímido perdón, ni un asomo de arrepentimiento. De hecho, están convencidos de haber vencido en su “guerra”, pues ahora les llueven las prebendas y contemplan, seguros, un futuro en el que pasearán por los parques de su Euskadi de ensueño con la candidez de abuelitos entrañables. 
He leído que Javier Ybarra, uno de los primeros secuestrados de ETA, colgaba el teléfono a la serpiente, cada vez que ésta le llamaba desde una cabina anónima para exigirle el pago del impuesto revolucionario. Además, se daba el gusto de espetar un castizo <<¡majaderos!>> a los terroristas que interrumpían la paz de su hogar. Qué educado fue el señor Ybarra. Todo un señor, según el relato de aquellos que le conocieron, de sus hijos, que fueron testigos de sus últimas palabras, cuando los sicarios se lo llevaban a punta de pistola: <<No os preocupéis por mí. Lo más que estos van a poder hacer es pegarme un tiro y, en ese caso, iré a reunirme con vuestra madre en el Cielo>>. Grande este Javier Ybarra, al que sus raptores maniataron para meterle dentro de un saco en el que apenas pudo moverse durante el mes que le mantuvieron retenido. A pesar de que apenas le daban de comer (en la autopsia los forenses descubrieron que se había alimentado de hierba, que las paredes de sus intestinos estaban pegadas), logró que le dejaran escribir una carta postrera a su familia, cuyo texto me sigue conmoviendo: "Queridos hijos (…) No os preocupéis por mí. Yo estoy en las manos de Dios, perdono a los que me prendieron y pido perdón a quienes haya podido ofender". 
Pidió perdón el reo y perdonó a sus asesinos antes de que le descerrajaran la nuca, con plena consciencia de que aquel comando no le devolvería la libertad. 
Así mueren los héroes que nunca pretendieron serlo. Así murieron, una a una, las casi mil personas asesinadas. Así viven los heridos y sus familias. Los desplazados a causa del odio, todos aquellos que perdieron su casa, sus bienes, sus lazos con la tierra en la que reposan sus antepasados. Sobre ellos y su grandeza se revuelca la serpiente. Sobre ellos y su grandeza lanza la justicia un escupitajo, pues se ha doblegado a las exigencias de la banda sanguinaria, la misma que, nos decían, “ha sido derrotada”. 
Antes de tan extraña derrota, la justicia les abrió de par en par las puertas del gobierno y del control de ese paraíso que, en la paranoia que causa el veneno que segrega el ofidio, creen que sólo a ellos pertenece. 


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