1 nov 2013


Uno no es que sea mayor, mayor, mayor…, pero he conocido, claro, los teléfonos que repartía Telefónica con tres posibilidades de color: crema, gris y rojo, en los que el asa para escuchar y hablar estaba comunicada con el terminal mediante un cable forrado en plástico, que dibujaba una divertida espiral que los niños trataban, si suerte, de alisarla y las novias, en aquellas conversaciones interminables, anudaban en mil arabescos, mordían y hasta convertían en pulsera al tiempo que enviaban te quieros al otro lado del dial. 
Aquellos teléfonos disponían de una ruedita que hacíamos girar con un golpe maestro del dedo índice, y de una pestañita para que la ruedita se detuviera allí donde correspondía. Lo describo porque hoy son instrumentos de museo, aunque por el interior de su micrófono y a través de sus auriculares hemos realizado miles de confidencias. 
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Eran teléfonos que no permitían muchas intimidades, porque por entonces las familias eran más numerosas y el dichoso cable enroscado nos impedía charlar desde un escondite. El teléfono pendía de una pared o estaba anclado en el salón, en la cocina tal vez o en el despacho, si es que en la casa había un despacho, por no hablar de la fatídica palanca con la que los impacientes cortaban la línea o la llave en el cajetín, que las madres ahorradoras echaban cuando cada paso se escuchaba como una moneda que cae. 
Pero hubo un día en el que llegó el inalámbrico, término modernísimo para denominar a aquel aparato con forma de ladrillo que -¡oh milagro!- no precisaba cables en espiral ni lisos como los tallarines, aparato que traía la intimidad en sus entrañas, es decir, poder hablar donde uno quisiera sin que nadie que no estuviese invitado a la conversación pudiera meter la oreja. 
Cuando lo compramos sucedió algo muy divertido: la línea se acoplaba a la de nuestros vecinos, de tal manera que nosotros podíamos oírlos hablar por teléfono sin que ellos nos escucharan. Un espionaje en toda regla, vamos, sin satélites ni agentes de la NSA, siglas que hoy todo el mundo maneja en este país donde no hace mucho triunfaba la TIA, es decir, aquel CESID de Manglano que le ponía micrófonos al Rey por orden de un ministro que tocaba el piano en sus horas lectivas, antes de que el enchufismo le colocara al frente de una caja de ahorros con barretina, hoy arruinada. 
Espiar es una ciencia que tiene demasiados doctores. Además, no precisa estudios. De hecho, nos espían a todas horas. Y no precisamente la NSA sino esa mujer de la casa de enfrente que usa el balcón como una atalaya militar, y que tiene controlado el ir y venir de sus vecinos. Ese hombre que simula que dormita en el AVE, pero que aguza el oído, maliciándose que la mujer que se sienta a su lado acaba de telefonear a su amante. Ese muchacho que pierde las horas en el Twitter, destripando las conversaciones que mantienen aquellos que forman parte de sus contactos, asomándose a las fotos ajenas, queriendo ver un poco más allá de lo que imágenes y textos sueltan a la Red. 
En el fondo, todos espiamos a todos. Para empezar, los que se cuelgan a esos programas de cotilleos en los que sólo falta que nos cuenten de qué se compone la basura que, cada noche, Francisco Rivera deposita en el cubo, cuántas piezas dentales le quedan a la duquesa de Alba o qué han hecho con la carne de los muslos que se ha remodelado…, no sé, ¿Belén Esteban? Espiar es mirar a través del visillo, es ver y oír tratando de disimular que no se ve ni se oye, es proyectar nuestras miserias en los demás, a quienes juzgamos despreciables, es teatralizar el escándalo y la risa ante el comportamiento y las debilidades de aquel que no está. 
Me ocurrió en el tren hace unas semanas. Desde Madrid a Alicante, dos compañeras de oficina no dejaron de cotorrear. Una le contaba a la otra lo que sabía de sus compañeros de oficina, especialmente de lo que hacían en su tiempo libre. Otra le contaba a la una otros detalles de carácter abyecto que había visto con sus propios ojos, esos que se ha de comer la tierra. Sin saberlo, eran dos espías que se marcharon inquietas -¡seguro!- ante lo que una podría decir de la otra, otra pudiera decir de la una, en cuanto se separaran. Y yo también era espía, porque a ratos me entregué a sus calumnias y difamaciones como si me estuviesen radiando “La saga de los porretas”, con estas orejitas de la NSA que un día, también, se ha de comer la tierra.



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