8 nov 2013


Me costó querer a don Quijote. La culpa, los bares de carretera, a los que llegábamos de niños con el mareo instalado en el estómago, con la vomitona de babero, con los pelos revueltos de asomar la cara por el hueco de la ventanilla, pues las madres decían que los golpes de viento arreglaban los trenzados interiores que provocan las curvas, ya saben, remedios caseros que eran remedios cargados de sabiduría, a lo sumo una biodramina que daba más asco que el tufo a tapicería usada de aquel automóvil en el que nos subíamos seis, siete, ocho y hasta nueve personas, el perro y la palangana con las tortuguitas de agua, una buena bacina en la que soltar lo que centrifugaba el estómago a lo largo de aquellas carreteras nacionales de ida y vuelta, repletas de camiones que parecían echar a mala idea sus tufaradas de humo requemado.
Don Quijote estaba expuesto en aquellos bares que tenían merendero y una parra, llaveritos para coleccionar y una estantería repletas de navajas de Albacete, que quiero una, que no seas caprichoso, leche, que la quiero, papá, que quiero una navajita para descortezar las ramas, y el papá soltaba un capón o te obligaba a beberte el Colacao de un sorbo antes de regresar al coche de los niños y el vómito, sin navaja, por supuesto.


El hierático caballero de la Mancha aparecía acodado en todos los tugurios de carretera. Figuritas en serie del hidalgo, labradas en madera y aleaciones baratas, figuritas para ahorcarlas del retrovisor o para llevárselas como recuerdo de un bar cualquiera en la Nacional que tajaba España de camino a los puertos de donde salieron los aventureros miserables hacia el Dorado.
Llegué a pensar que Alonso Quijano era un representante de aceros toledanos, de cortaplumas y cortaúñas para enganchar a la hebilla, un vendedor de cintas musicales con los grandes éxitos de Peret, La Niña de los Peines y aquel flamenco-protesta de Los Chunguitos, que tanto me gustaban. Me lo figuraba no sobre un jaco pobre de carnes y rico en costillas, de caderas picudas y piel lacerada por las mordeduras de los tábanos. No; esa era la visión de los grabados del genial Doré, que ilustran casi todos los Quijotes comprados a cómodos plazos, volúmenes que apenas se abrieron y siguen adornando las estanterías de las casas de los abuelos. Mi señor de la Mancha conducía un Simca o un 127, maquinaria propia de viajantes, o calentaba butaca en un autobús de línea con parada para un pis y otra, un poco más larga, para tomarse un bocadillo que –en aquellos años- se llevaba preparado desde casa.
¿Quién fue el Quijote, entonces? Porque mis recuerdos me engañan. Sé que me deslumbraron sus aventuras, las novelas que encierra la novela, sus larguísimos capítulos repletos de enseñanzas por una España agraz que olía, no me pregunten por qué, a romero y jara. 
Si pienso en la lectura del libro, que gracias a Dios me engolfó mayor de edad en vez de desencantarme por aburrimiento durante el colegio, creo que Alonso de Quijano era un hombre bueno, soñador, perdido entre la bruma de sus aventuras de pasillo, cristiano viejo y consecuente, hacendado sin fortuna, heredero de una casa con historia y honra, solitario y tornadizo en sus visiones, pues la imaginación trastornaba sus sentidos y le hacía ver lo que no había, creer en lo que no existía, alabar a quien nunca lo mereció y defender -¡pobre Quijote!- esas causas perdidas de las que no cabe sacar tajada.
Pero si pienso en el otro Quijote, en el de los bares y tiendas de recuerdos, en esas horribles figurillas de un cincuentón enjuto que pretende representar la idiosincrasia de nuestro pueblo, repartida con el físico fondón y bajito de su secretario, un palurdo que casi siempre habla de más, timorato y lleno de complejos…, el héroe se desmitifica y comienza a revolverme las tripas como aquellas carreteras que conducían a las fondas del sol y las moscas, con sus expositores de casetes de Manolo Escobar y Rafael Fariña, con sus cigarros puro de tabaco seco, que en la vitola lucían la fotografía de una mujer desnuda y de generosísimas carnes, reflejo de una España que se encontraba en mudanza; se había sacudido las maneras de un tiempo marcado por la sombra que el sol proyectaba sobre dos hombres y sus monturas, para abrir de par en par las puertas a la decadencia del progreso.





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