9 dic 2013


Era un niño triste sentado ante el escritorio del profesor. A su espalda, un mapa de España.  Los ojos miraban con susto al objetivo de la cámara, protagonista extraordinaria de aquel día de retratos en el que daba carpetazo final a sus estudios. Después, unas largas vacaciones sin otra perspectiva que un baño en la poza y la caza de ranas, o algún trabajo durante la siega, en la bañera de los barquitos de pesca o con los rebaños. 

En las paredes de las casas pobres colgaban con sano orgullo aquella foto de la humilde sabiduría, junto a la de los abuelos difuntos y la de la boda de los padres, él sin corbata y con la camisa abotonada hasta en cuello, ella con un traje oscuro tal vez alquilado. A veces, en la placa estudiantil se permitía el adorno de un cuaderno abierto, de un libro -¡el libro!- y hasta un globo terráqueo, donativo del señorito que vivía en la capital. 


Los ojos de aquellos niños de la anteguerra, de la posguerra, estaban encendidos por los pescozones del maestro, que no cejaba hasta que su caterva cantaba a una sola voz el abecedario, leía silabeando y aplicaba con mayor o menor fortuna las cuatro reglas elementales. Aquella pequeña bolsa de conocimientos parecía suficiente para que los muchachos pudieran lanzarse a las mareas intrigantes de la vida. De hecho, no había más cera: la necesidad apretaba.

Ahora a los escolares los fotografían en magníficas orlas propias de doctores honoris causa, y a la mínima de cambio les estampan sellos oficiales en rimbombantes diplomas (de natación, montañismo, papiroflexia y otras ensaladas). Los contribuyentes les hemos puesto escuelas bilingües, bachilleratos repletos de combinaciones didácticas, psicólogos, estimulaciones y excursiones al parque de atracciones. Y cuando se acercan las elecciones, nuestros candidatos anuncian el regalo de todo tipo de soportes informáticos, como si los ordenadores y tabletas para cada escolar fuesen esos regalos zarrapastrosos que lanzan los pajes a la multitud gritona en las cabalgatas de pueblo.

Alentados por sus profesores, por este sistema que siempre le está dando una vuelta a la tuerca de la motivación, los alumnos salen a la calle con un fajo de papeletas. Asaltan al viandante porque a cambio de participar en la rifa de un jamón, quieren pagarse el viaje de fin de curso. Hace poco el destino apuntaba a Grecia, calcárea y piñonera, o a la vetusta Roma. Hoy que apenas consiguen parné, se quedan en Salou o Torremolinos. Pero viajar, viajan con su colección de aprobados por no se sabe qué suma de conocimientos, a juzgar por las conclusiones del demoledor Informe Pisa que, año tras año, hacemos lo posible por disimular.

Me malicio lo que pensarán los europeos de nuestro relevo generacional, de la nueva colección de españolitos cada vez peor preparados, una banda de inocentones que creen haber nacido con rango de coronel general, con derecho a dirigir el imperio IKEA porque chapurrean un inglés que no entenderían ni los simpáticos habitantes de Jamaica. 

Hay excepciones, lo sé. El desastre del Informe de la torre inclinada no puede distribuirse con equidad. Los hay menos motivados que otros, menos vagos que otros. Y hasta los hay –en puñados, como la arena- que han aprendido de sus padres lo que vale un peine, que han tenido la fortuna, ¡benditos hados!, de disfrutar de un profesor, una profesora con auténtica vocación, con autoridad, con capacidad para despertar el asombro.

Mientras tanto, la Educación sigue cosida a los intereses, a lo que antaño llamábamos ideología. No hay buena intención, lo siento, por parte de quienes prefieren pastorear un país de analfabetos satisfechos por sus diplomas. Es más, jugar con las cualidades intelectuales de los ciudadanos para que brillen por su ausencia o por su mediocridad, es una suerte de crimen, un liberticidio, un abuso retorcido de poder. 

Llevamos un curso de camisetas verdes, de huelgas en la escuela pública, de chicos y chicas que a la hora de las matemáticas salen a la calle con pancartas que no entienden. Los maestros no quieren trabajar más. Preferirían hacerlo menos. Por eso se ponen la camiseta. Porque no queda dinero para viajar a Salou, porque no quieren que se evalúe su habilidad para enseñar. 

A la larga, claro, ondearán en los puestos de rango esos mismos iletrados que no saben idiomas, que no leen novelas, que desconocen las base de la economía, que lo ignoran todo de la historia de nuestro país, que carecen de cultura, de capacidad de abstraer para buscar el camino que nos lleve al bien común.



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