14 dic 2013


Las Vegas fue una parada necesaria para conocer el Gran Cañón. En el finger que unió nuestro avión con el aeropuerto de la ciudad del juego, nos encontramos una hilera de máquinas tragaperras. Tragacentavos allá donde fueras. Y en cada tragacentavos un hombre o una mujer con un cubo como los que se sirven en los cines para empacharse de palomitas, que en vez de simpáticas pompas de maíz estaba lleno de monedas cobrizas que entraban a velocidad vertiginosa por la ranura de las máquina. La tragacentavos cantaba de gozo con cada apuesta, una especie de risa tonta antes de que comenzara el febril movimiento de limones, naranjas, plátanos y fresas. Y, además, la fiebre en aquel que apostaba, fiebre enfermiza, fiebre de codicia en personas llegadas del mundo entero para acabar sin ropa y dentro de un barril, o bañadas en alquitrán y plumas, como los tramposos del Lejano Oeste.
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 Nos hospedamos en un hotel que es el sueño de todo hortera, la pirámide Keops trasladada al desierto de Nevada e imitada con poca fortuna mediante planchas de cristal y profusión de figuritas de cartón piedra. Faraones y faraonas con ojos chispeantes, como Liz Taylor. Les faltaba haber coronado un pedestal con la figura en cera de Lola Flores y de Curro Romero, últimos monarcas egipcianos a decir de los sabios de la raza calé.
 El hombre que nos subió las maletas a la habitación me lanzó la propina a la cara. Lo siento, pero en el bolsillo sólo llevaba un dólar, que soy hombre de tarjeta de crédito. Me advirtió con agria chulería: <<Usted no sabe en dónde está… ¡Esto son las Vegas!>>, como si sus palabras velaran una amenaza, que los matones de la Rat Pack que protegían a Sinatra y Sammy Davis Jr. con peligrosísimas armas de fuego, actuasen contra patanes como yo.
 La amable América nos mostró en Las Vegas el rostro del vicio. Si en la Costa Oeste recibimos amabilidad, sonrisas y atenciones, en la ciudad emergida en medio de la nada (destino de vacaciones para las familias de Los Angeles y San Francisco, con actividades para padres y pequeños) convivimos con prostitutas de caché, mujeres despampanantes que buscan clientes de cartera abultada entre las mesas del casino instalado en la panza de la pirámide. Aquellos que ganaban a la ruleta, al blackjack y a los dados escuchaban el dulce ronroneo de las tigresas que huelen a distancia las fichas amontonadas para echar el guante a los que ostentan la sonrisa de la suerte, esos que entregan –como en las películas- una de cien pavos en las manos del crupier.
 No me gustaron Las Vegas. No me gustó el hotel pretencioso ni el botones mal encarado. No me gustó nada el ansia que despierta el juego, el drama que se adivina detrás de muchas apuestas, la sombra de tristeza que acompaña a los ludópatas y el amor de compraventa de los Ángeles de Charlie de piernas kilométricas, con sus más que probables rayas de coca en el bolso. Tampoco me gustó la propuesta de ese hombre con rostro de villano, que nos lanzó su Eurovegas con el desdén con el que los pescadores emboban a los peces, miguita a miguita, para después pescarlos de un anzuelazo. Ni me gustó el embobamiento con el que muchos políticos le ponían la alfombra roja a los pies (calzados con botas de piel de serpiente y tacón cubano, ¡qué horror!), como si sus juegos trucados –la banca siempre gana-, sus reclamos para que los europeos viniesen a Alcorcón a malgastar sus ahorros de una forma dudosa, su señuelo para las fulanas con máster por la London School of Economics fuesen el pelotazo para esta España que –a ojos de quienes mandan- siempre tiene que ser el país en el que más rápido puedes hacerte rico.
 Es fácil decirlo a toro pasado, entiendo que ustedes lo lleguen a pensar. Hubiera resultado más comprometido escribir líneas parecidas a estas cuando el debate estaba en la calle, lo reconozco. Hasta ahora sólo argumenté mi rechazo a Eurovegas en alguna tertulia de amigos. Tal vez la culpa la tenga mi paso por Las Vegas, aquel destino erróneo en mitad de un divertidísimo viaje de recién casados, esa comezón, un picor molesto, una amenaza de urticaria cuando escucho el batir de los dados en un vaso recubierto de cuero.

Mr. Andelson (al que sólo nos faltó premiar con una encomienda, una medalla sobre su pecho repleto de plomo) se ha comportado como se espera de un empresario del juego. Detrás de su caramelo escondía un as en la manga, el as de la impunidad a los cambios legislativos, a los pobres resultados económicos de su ciudad del vicio en un Continente en el que la clase media se ha convertido en especie en peligro de extinción.




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