23 mar 2014

El hijo mayor del presidente Suárez recordó, durante la rueda de prensa en la que dio a conocer el fallecimiento adelantado de su padre, que la enfermedad venía acosándoles desde hacía once años. Once años de mudez, de regreso a la infancia (porque morir de olvido es hacer un viaje a la inversa, desde la mente clarividente de la edad senatorial a las recreaciones brumosas de la primera infancia, incluso del estado fetal). Once años de cuesta abajo, once años de presentir una muerte segura a la que no hay médico que se atreva a poner plazo, porque de nada sirven los cálculos de cuánto dura una enfermedad neurovegetativa. 
No es una reflexión baladí la que podemos realizar ante un hombre otrora todopoderoso que durante once años no ha podido siquiera rememorar ante sus nietos los momentos dichosos y amargos en los que llevó las riendas del Estado. Es el todo convertido en nada. O la nada que deglute el todo. Una reflexión necesaria, insisto, que nos urge (de la portera al Rey, de aquel mister X de la ecuación no resuelta al chaval que limpia los boquerones en el mercado).
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Es el “ser o no ser”, la materia gris que se descompone, la urgencia de reconocer que aunque mandemos sondas a Marte o sigamos ganando dividendos en la Bolsa, este viaje es tan breve y finito que ni siquiera nos ofrece la oportunidad hundirnos en la tierra como los faraones, con la fama, el poder y los tesoros en el interior del féretro, imagen que medio en broma medio en serio le gusta recordar a Francisco, el Papa. 
Con lo dicho no pretendo dar a entender que no exista la esperanza. Yo la necesito, pues procuro poner una moneda aquí y otra allá, en donde la polilla no corroe. Pero necesito presentarles la figura poliédrica de la muerte con sus superficies amargas, con las solemnes y hasta con las divertidas. Porque hay muertes muy divertidas. 
Hace unos días que una buena amiga me hizo partícipe del fallecimiento de un muchacho al que por vecindad conoce. Ella no sabía que el pobre sufría una enfermedad congénita de corazón. El asunto es que el chico viajaba en un autobús de línea junto con sus amigos y uno de estos contó a viva voz algo muy gracioso, que le hizo romperse en un ataque de risa, risa que le rompió a su vez el corazón, risa que fue su trampolín para el más allá. Y qué quieren que les diga: me gusta la posibilidad de cruzar el Rubicón partiéndome la caja. 
Hace algo más de tiempo –mis hermanos lo contamos con frecuencia- llegó a oídos de mi madre el fallecimiento de una mujer mayor y entrañable, que servía unos pinchos (“banderillas” los llamábamos) deliciosos en un callejón de Las Arenas. Como mi madre era mujer piadosa y cumplidora, apenas supo de la mala nueva encargó una misa en sufragio por su alma. Lo bueno vino después: cuando se la encontró por la calle, vivita y coleando. Primero fue la sorpresa –que no el susto, pues nunca hemos creído en fantasmas- y después el desparpajo con el que le confió el cumplimiento de la obra de misericordia. Yo no sé si a la buena de Chiqui le gustó o disgustó el detalle de haberse convertido en una de las pocas vivas a la que le han celebrado un funeral. 
Tenemos muertos para todos los gustos: aquella monja a la que el rigor mortis le articuló el cuerpo horas después de que la hubiesen colocado en la caja, provocando en los presentes un susto morrocotudo (la bendita acabó sentada de cara al público); aquel anciano al que los de la funeraria maquillaron como a una cupletista; aquel tropezón con la alfombra que empujó a una luctuosa visita sobre el catafalco para hacer añicos el cristal a través del que parientes y amigos confirmaban el gesto de paz del finado, etc. 
Necesitamos desdramatizar la muerte. A fin de cuentas, no es otra cosa que el final de este embudo por el que todos nos deslizamos. Hablo de desdramatizar, que no es caer en la falta de respeto ni, mucho menos, en el desprecio. Todos los fallecidos a los que he hecho un hueco en este artículo (Suárez, el chico de la carcajada, mi madre, la entrañable Chiqui y demás) me contemplan con una sonrisa. Lo creo, y nada hay más sagrado que la fe.


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