28 mar 2014


Desconozco cuántos sesentones que presumen de la hazaña llegaron a correr por delante de los “grises”. Pienso que no había grises suficientes para tanto heraldo de la libertad, aunque esta estimación sea lo de menos. Además, me consta que no fueron pocos los chavales que en su momento se llevaron una buena tunda de palos y hasta vejaciones en los sótanos de una comisaría antes de pasar a la cárcel de Carabanchel, destino habitual para quienes no compartían el pensamiento único.

Tampoco sé cuántos son los muchachotes que viajan por España de manifestación en manifestación afilando las espadas. Puede que no sean muchos. Puede que, además, casi siempre sean los mismos. Puede que vivan gracias al palo, a la piedra y a la tuerca. Es decir, que cuenten con un siniestro mecenas que les paga el traslado y las dietas, y hasta les suelte la paga por ejercer de terroristas callejeros a cara cubierta. Seguir leyendo en Teinteresa.es

Que nadie haga un paralelismo entre los primeros y los segundos. Corrieran o no corrieran por delante de los “grises”, aquellos chavales alimentaban un sueño. Además, entre sus pretensiones no se encontraba la de arrinconar a uno de aquellos tristes policías para, entre todos, partirle el espinazo y sacarle los higadillos. Es más, han tardado cuarenta años en lograr que Billy el Niño, uno de los principales matones con placa de sheriff y a sueldo de aquellos últimos gobiernos, desfile ante la Justicia.

Muy al contrario, los que hoy hacen el periplo turístico del linchamiento no parecen imbuidos por un ideal.  El grito de “vamos a matar a ese policía” da fe de su medida intelectual, un matonismo salvaje que no desearía otra cosas sino clavar la cabeza de un agente de la Ley en el extremo de una pica –con casco antidisturbio y todo- antes de prender fuego a lo que huele a orden y convivencia. 

Los angelitos de Dios deben sentirse satisfechos. Cada juerga callejera les sale por una monda. En la última, por dos detenidos, uno de ellos liberado pocas horas después, a los que tal vez y como mucho les cairá una multa que jamás pagarán. Poco precio a cambio de descalabrar, patear, apalear y herir a más de sesenta agentes que son policías de todos, de ellos también; de tratar de asesinar a uno de ellos (al menos, de boquilla) y destrozar el corazón de Madrid. Los ciudadanos que dicen representar tendremos que pagar, céntimo a céntimo, el fruto de su paso atiliano.

Los jóvenes que disfrutan del derecho a protestar corren el injusto riesgo de que les identifiquemos con los encapuchados. La lluvia de pedradas y cristales rotos, de mobiliario urbano utilizado como material de barricada, cajeros automáticos reventados, coches volcados, bengalas incendiarias, asaltos a las facultades de la Universidad, intimidaciones, insultos y golpes a los que los matones a cara cubierta acusan de cualquier pecado caprichoso, pueden confundir las tonalidades de la famosas mareas (verde, roja, blanca y azul pastel), de tal modo que el mero aviso de una manifestación nos ponga en prevención, no vaya a ser que aparezca uno de esos cachorros decidido a partirnos las piernas.

Por eso me alegró tanto la expulsión de los maleantes que llevaban instrucciones de pervertir la concentración de los estudiantes en la Puerta del Sol. Los jóvenes marcaron una línea muy clara entre sus reivindicaciones y los propósitos del ejército de matarifes. Si la Ley los perdona, que al menos la gente de bien los aísle, los repudie y los empuje hasta sus cuevas, para que no vuelvan a salir hasta que aprueben el examen elemental para vivir en sociedad.



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