11 mar 2014

Siempre se está muriendo algún Panero. Son carne de obituario. Los mató su propio hogar en el momento que saltaron desde el balcón de la infancia a la denuncia en blanco y negro. Los mató la gauche divine, que se regocijó con el hedor que emanaba de aquellos hermanos mal avenidos, un tufo a nicho profanado, santificándoles en el cielo civil como ejemplo de los estragos que causa la familia, antigualla de un sistema caduco de generales panzudos, por más que las declaraciones engoladas de la viuda del poeta nos rebelaran que aquella casa pudo ser todo menos una familia.

Explicó Jaime Chávarri, director del documental salvaje sobre la autodestrucción de los Panero, que su primera intención había sido rodar un manicomio de la época, para que el país conociera la sordidez secreta de los loqueros franquistas. Pero la censura no se lo permitió; había muchas vergüenzas que ocultar. Entonces Elías Querejeta le habló de la herencia del poeta de Astorga y de sus herederos, que al encontrarse en la última pregunta habían comenzado a venderlo todo: pisos, campos y hasta las primeras ediciones y los libros firmados.
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Panero era uno de los adalides líricos del falangismo, un ejemplo de que el NO-DO también tenía sus poetas en una España cuyo pueblo, al menos por entonces, reconocía a los trovadores de un bando y del otro bando. Había material más que de sobra: el odio macerado en una casa donde el artista fue padre ausente (borracho, pendenciero, iracundo y putero, según denuncian sus hijos a la cámara sin el menor pudor) y una madre, aparente víctima, que no dudó en airear sus frustraciones en 35 mm. Pero fue en los hermanos Panero donde Chavarrí encontró su loquero particular -sin muros festoneados de cristales ni electroshocks-, el material purísimo para dirigir la película que le ha dado mayor prestigio.

El Panero que acaba de morirse se llamaba Leopoldo María. Aunque creo que falleció mucho antes que en este comienzo del mes de marzo de 2014. De hecho, como su padre, murió en 1962. Sí, entonces ya lo llevaron al panteón familiar aunque caminara junto a los suyos detrás del catafalco. Y murió en 1990, cuando entró en la tumba junto al cuerpo helado de su madre para morir con cada uno de sus dos hermanos, en 2004 y 2013. Leopoldo María murió en todas esas ocasiones, pero no en cada uno de sus relatados intentos de suicidio, algunos patinados con un barniz solanesco y burlón. Resulta curioso, sí, que el que más veces llamó a la aldaba del aniquilamiento haya sido el último en desfilar por el cortijo de los calladitos.

“El desencanto” retrata un infierno doméstico. El de la crueldad silente de un padre al que sus hijos le resultaron invisibles, un marido ajeno a las necesidades de su esposa, una muchacha que se prendó de un poema más que de un hombre. El de una madre que sirve un puchero de venganza helada con la ayuda de sus vástagos, que no tienen empacho de aprovechar la oportunidad para acusarla por manipuladora y antojadiza. El de tres hermanos con nombre compuesto, como las gaviotas de Juan Salvador, un librito del mismo tiempo (Juan Luis, Leopoldo María y José Moisés, al que llamaban Michi). En los ojos del mayor estaba impresa la huella de sus heridas infantiles, los ademanes de quien anhela ser aceptado por un padre que ya no existe. Los ojos del segundo, el amante de la muerte, están hundidos en la enfermedad mental, pues aseguraba haber firmado su primer poema a los tres años y medio, poema que, decía, mostraba su obsesión por el Apocalipsis, que era su manera de llamar al espectáculo del suicidio. Los ojos del tercero rotan estremecidos, pues escucha los gritos, los portazos, las boutades de la desilusión.

La historia de los Panero es ácida, salvaje, demente, destructiva y me recuerda la de otras familias que tampoco consiguieron sobrevivir al peso de un padre genial –en el caso de que Leopoldo lo haya sido-, que no lograron abrir las ventanas para que escapara el fantasma del prohombre. Los hijos de las figuras ilustres no pueden con el peso de la corona de laureles secos, y se precipitan en una frustración que les convierte en sombras de muerte. Por eso los Panero siempre se están muriendo y por eso seguirán muriéndose a todas horas, por más que al fin estén todos juntos en el más allá, en donde podrán seguir deshojando la alcachofa de su dolor.


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