Siempre se está muriendo algún Panero. Son
carne de obituario. Los mató su propio hogar en el momento que saltaron desde
el balcón de la infancia a la denuncia en blanco y negro. Los mató la gauche divine, que se regocijó con el
hedor que emanaba de aquellos hermanos mal avenidos, un tufo a nicho profanado,
santificándoles en el cielo civil como ejemplo de los estragos que causa la
familia, antigualla de un sistema caduco de generales panzudos, por más que las
declaraciones engoladas de la viuda del poeta nos rebelaran que aquella casa
pudo ser todo menos una familia.
Explicó Jaime Chávarri, director del
documental salvaje sobre la autodestrucción de los Panero, que su primera
intención había sido rodar un manicomio de la época, para que el país conociera
la sordidez secreta de los loqueros franquistas. Pero la censura no se lo
permitió; había muchas vergüenzas que ocultar. Entonces Elías Querejeta le
habló de la herencia del poeta de Astorga y de sus herederos, que al
encontrarse en la última pregunta habían comenzado a venderlo todo: pisos,
campos y hasta las primeras ediciones y los libros firmados.
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Panero era uno de
los adalides líricos del falangismo, un ejemplo de que el NO-DO también tenía
sus poetas en una España cuyo pueblo, al menos por entonces, reconocía a los
trovadores de un bando y del otro bando. Había material más que de sobra: el
odio macerado en una casa donde el artista fue padre ausente (borracho,
pendenciero, iracundo y putero, según denuncian sus hijos a la cámara sin el
menor pudor) y una madre, aparente víctima, que no dudó en airear sus
frustraciones en 35 mm. Pero fue en los hermanos Panero donde Chavarrí encontró
su loquero particular -sin muros festoneados de cristales ni electroshocks-, el
material purísimo para dirigir la película que le ha dado mayor prestigio.
El Panero que acaba de morirse se llamaba
Leopoldo María. Aunque creo que falleció mucho antes que en este comienzo del
mes de marzo de 2014. De hecho, como su padre, murió en 1962. Sí, entonces ya
lo llevaron al panteón familiar aunque caminara junto a los suyos detrás del
catafalco. Y murió en 1990, cuando entró en la tumba junto al cuerpo helado de
su madre para morir con cada uno de sus dos hermanos, en 2004 y 2013. Leopoldo
María murió en todas esas ocasiones, pero no en cada uno de sus relatados
intentos de suicidio, algunos patinados con un barniz solanesco y burlón.
Resulta curioso, sí, que el que más veces llamó a la aldaba del aniquilamiento
haya sido el último en desfilar por el cortijo de los calladitos.
“El desencanto” retrata un infierno doméstico.
El de la crueldad silente de un padre al que sus hijos le resultaron
invisibles, un marido ajeno a las necesidades de su esposa, una muchacha que se
prendó de un poema más que de un hombre. El de una madre que sirve un puchero
de venganza helada con la ayuda de sus vástagos, que no tienen empacho de
aprovechar la oportunidad para acusarla por manipuladora y antojadiza. El de
tres hermanos con nombre compuesto, como las gaviotas de Juan Salvador, un librito
del mismo tiempo (Juan Luis, Leopoldo María y José Moisés, al que llamaban
Michi). En los ojos del mayor estaba impresa la huella de sus heridas
infantiles, los ademanes de quien anhela ser aceptado por un padre que ya no
existe. Los ojos del segundo, el amante de la muerte, están hundidos en la
enfermedad mental, pues aseguraba haber firmado su primer poema a los tres años
y medio, poema que, decía, mostraba su obsesión por el Apocalipsis, que era su
manera de llamar al espectáculo del suicidio. Los ojos del tercero rotan
estremecidos, pues escucha los gritos, los portazos, las boutades de la desilusión.
La historia de los Panero es ácida, salvaje,
demente, destructiva y me recuerda la de otras familias que tampoco consiguieron
sobrevivir al peso de un padre genial –en el caso de que Leopoldo lo haya
sido-, que no lograron abrir las ventanas para que escapara el fantasma del
prohombre. Los hijos de las figuras ilustres no pueden con el peso de la corona
de laureles secos, y se precipitan en una frustración que les convierte en
sombras de muerte. Por eso los Panero siempre se están muriendo y por eso
seguirán muriéndose a todas horas, por más que al fin estén todos juntos en el
más allá, en donde podrán seguir deshojando la alcachofa de su dolor.