24 abr 2014

Los loros de García Márquez no hablaban inglés. Tampoco los que portaban las viejas gitanas echadoras de cartas sobre los hombros. Les dabas una baya roja o una chupada de cigarro y el papagayo a lo mejor entonaba una cumbia a la que añadía sonrojantes insultos, o declamaba el listín telefónico de todos los piratas ahogados en aguas turquesas, pero de inglés, ni una mala palabra.
Los gringos de las compañías bananeras sí que lo hablaban. De hecho no sabían hablar otro idioma, pero no había por los alrededores de Macondo cristiano capaz de entenderles. Más que hablar, guarreaban un idioma salivado para el que no era casi necesario mover los labios, decían los paisanos de aquel villorrio que olía a fruta podrida, a piel de rana y tripas de gallina.
http://www.teinteresa.es/autores/miguel_aranguren/Cant-be-in-english_0_1126687746.html


Y pese a todo, a García Márquez le dieron el Nobel y lo han traducido a la baraja de idiomas de la Torre de Babel. Pero resulta imposible traducir a sus cerdos con el ombligo en el lomo, a las tatarabuelas que llevan una eternidad sin dormir, a los niños que roen los huesos de sus amigos de juego o al luto de los zopilotes que devoran los cuerpos de los hombres antes de que hayan entrado en agonía.
¿A qué sabrán las frutas de las selvas de García Márquez cuando se traducen al inglés? Me temo que a la insipidez de las manzanas que se venden en cualquier deli de la Quinta Avenida. ¿Cómo se describirá en francés el sudor de un militar adormecido sobre una mesa repleta de hormigas? ¿Y en alemán el colorido de las aves de aquel paraíso engañoso? ¿De qué manera se apropiarán los daneses del viento insistente que desgasta las paredes de un chamizo junto al río? ¿Y cómo sonará la voz de las almas que se aparecen en los comedores de una familia de generaciones incestuosas?
Las páginas de García Márquez sólo pueden entenderse en español, en ese español que viene –como las olas de un maremoto- cargado con la espuma de la América mestiza, un español modelado por la selva que con su vegetación se lo come todo, por el arenal en el que los cuerpos parecen barro.
No es Gabriel García Márquez uno de mis escritores favoritos, aunque me deslumbraron -cuando casi era un chiquillo-  “Los funerales de la Mamá grande”, ocho cuentos en los que el colombiano teje la totalidad de su mundo mágico y real, pero con menos verborrea que “Cien años de soledad”, de la que siempre he pensado que le sobran años y páginas.
Tenemos al García- Márquez narrador en “Relato de un náufrago”, que no precisa de alharacas para demostrar lo bien que escribe. Tenemos al García Márquez de los funerales nombrados, de la recordada soledad, del general que va del laberinto a sus asuntos, del Coronel sin escribiente, de los ancianos que se aman y se vuelven a amar bajo chaparrones y de las doncellas detrás de las rejas de un convento. Es el García Márquez prestidigitador, el que parece tener la pluma enraizada en la arcilla de un universo macilento que, sin embargo, renace después de cada aguacero. Y también tenemos al García Márquez que rememora a sus putas tristes entre la desolación de la impotencia y el delito más abominable.
¿Es García Márquez un autor universal? A veces lo dudo. Y no porque su escritura no sea extraordinaria, irrepetible, envidiable sino porque sus páginas se hicieron para que se leyeran en español, un español tocado por el pico de un tucán, que no puede traducirse porque en cualquier otro idioma pierde todo su sentido y encanto, como lo perderían los versos de un cante jondo –digamos- en inglés.




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