23 may 2014

Confieso que más de una vez he sido un deslenguado. Por hablar más de la cuenta colecciono una buena baraja de pecados de los que me arrepiento. El ímpetu, el orgullo, la pretensión de quedar bien ante la rueda de oídos complacientes me ha llevado a decir más de lo quería, a decir aquello que no quería, a decir aquello que no convenía. El hombre es dueño de sus silencios, que dicen, y prisionero de sus estupideces. Y con estupideces he confeccionado un buen disfraz de reo. 
Confieso, también, que a veces pulso demasiado rápido la casilla “Enviar” que aparece cuando abres un nuevo mensaje de email. Y que al instante me doy cuenta de que se va a organizar la marimorena a causa de las inconveniencias que he escrito. ¡Quién me mandaría no ir por la vida con pies de plomo, no medir mis líneas, no escoger mejor los adjetivos con los que pinto los sustantivos de negro!Seguir leyendo en Teinteresa.es

Porque un mensaje electrónico no tiene corazón, no palpita, y quien lo recibe debe aportar el tono de su interpretación que, me duele, puede tener los ecos de una bofetada inmerecida. 
Por si fuera poco, los escritos que lanzamos al espacio gracias a esa pegajosa telaraña a la que hemos bautizado “redes sociales”, se parapetan en la máscara del no estar presente. Puede un amante despertarse con la boca pastosa y maloliente, la chaquetilla del pijama abierta allí donde la tripa dibuja una decadente parábola, los tres mechones dispersos flotando sobre el cráneo pelado y, sin embargo, enviarle a su amada una delicadísima renovación de su amor ilícito.

Puede un tiránico jefe de departamento enviar a sus subordinados una recua de archivos  para que sigan trabajando durante el fin de semana, al tiempo que se hurga la nariz hasta horadarse el bulbo raquídeo. Puede el afamado cantante de baladas enviar a sus fans del mundo mundial un saludo en ciento cuarenta caracteres mientras deposita la dentadura postiza en un vaso. Incluso puede un miserable amenazar de muerte a un político, acosar a una adolescente, desear que los tres toreros caídos en Las Ventas no lleguen a ver el amanecer y escupir azufre sobre todos aquellos que no comparten el basurero de su ideología. Todo eso, repito, es posible. Todo eso, confirmo, es real. 
Todavía desconocemos qué nuevo mundo está diseñando internet. Si el planeta resiste, es posible que dentro de unas generaciones nuestros tataranietos se asomen al inicio del milenio con veneración por lo que supuso esta liberación de la comunicación, esta biblioteca infinita que cuelga de la nada, este periódico en constante actualización, esta pantalla que hace innecesaria la parrilla televisiva –aquel castizo “a qué hora lo echan”-. Se asomarán con asombro, pues nunca antes el planeta se entregó con semejante denuedo al fruto de una invención humana.

De acuerdo, también causaron pasmo el automóvil y el avión, pero hasta el desarrollismo fueron máquinas para los señoritos, para las familias bien. Sin embargo, hasta la empleada que hoy pasa el mocho por la oficina lleva un teléfono móvil que quita el hipo. Y se asomarán a este presente con un poco de asco, pues lo que alabamos como ventana se abre a la libertad (otro gallo cantaría si en países como China o Cuba se permitiera sin restricciones el tráfico por la red) y a la maldad, que es coto de caza para lo peor de la raza humana.
No soy capaz de decidir cuáles son las medidas más efectivas para que los desalmados no se puedan amparar detrás de la careta que ofrece su perfil anónimo o travestido (tantas veces los abusadores eligen imágenes del dulce Piolín para que se les abran las conciencias de los niños…). Me da miedo, en este asunto, opinar sin criterio, pues es más que probable que las cartas aún no estén todas sobre la mesa. Pero no me resisto a lanzar el envite, para que sean los lectores de estas líneas quienes saquen conclusiones: mis hijos y los suyos, a cualquier hora y en cualquier lugar en donde exista una conexión libre de filtros, pueden conocer desde todos los ángulos la fetidez de la perversión. Nada nuevo, ¿cierto? Los míos están avisados y acompañados en la medida de nuestras posibilidades (las de mi mujer y las mías, que en este campo son limitadísimas). Mis hijos y los suyos, a cualquier hora y en cualquier lugar en donde exista una conexión libre de filtros, pueden recibir agresiones verbales, amenazas, insultos. Mis hijos y los suyos pueden ser fotografiados sin permiso, imágenes que a su vez pueden trucarse y rodar y rodar (como la canción mexicana) por las autopistas 3G, para mofa o solaz de vaya usted saber quién. Y mis hijos y los suyos –Dios no lo quiera- pueden atrincherarse detrás de un teclado para disparar a diestra y siniestra palabras envenenadas, incitar al odio, empujar al crimen, reventar la paz en letras de sangre.





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