9 may 2014

Llevo toda la semana reflexionando acerca de la fragilidad de mis hijos, que es la misma fragilidad de todos los niños del mundo, también la de las doscientas niñas raptadas en Nigeria. En nombre de una imagen perturbadora del Islam, los terroristas se las han llevado a sus ratoneras para violarlas y someterlas. No creo que el infierno pueda ser muy distinto a lo que están viviendo esas pequeñas.
África tiene un tinte de canibalismo tribal que a ustedes no les sonará extraño, pues aquí conocemos la fuerza de la tribu, ese lazo de exclusivismo absurdo que apela al clan, a la lengua, incluso a los rasgos físicos.
Escribo esta reflexión al tiempo que mi hija pequeña juguetea a mi lado. Tiene cuatro años y esta mañana se ha despertado con tos, así que no la hemos llevado al colegio. Como les digo, juguetea, canta, me enseña un dibujo, le limpio los mocos, vuelve a jugar… No lo sabe, pero su cercanía me reconcilia con mi interior. Los adultos volvemos a ser adorables cuando nos colocamos a la altura de un niño y le hablamos como niño, y jugamos con él como cuando éramos niños, y le hacemos payasadas, y perturbamos el lenguaje y nos ponemos a bailar sin ninguna sensación de ridículo, como ellos, que no conocen el aguijonazo de las miradas ajenas porque aún no saben que hay hombres malos, aunque sus cuentos estén llenos de ogros.


Llevo toda la semana reflexionando acerca de la fragilidad de mis hijos, que es la misma fragilidad de todos los niños del mundo, también la de los hijos de Santiago Abascal, que fue político con el Partido Popular y se supo traicionado al comprobar que el actual gobierno no ha hecho nada por suspender la rendición traidora de ZP con la ETA.
Los hijos de Santi Abascal han nacido y se han criado en un pueblo donde su apellido aparece en las paredes junto a una diana. El mayor de ellos vio cada mañana el examen afanoso de su padre y de su abuelo alrededor de los bajos del coche. Ellos, por quitarle dramatismo, le contaban que estaban buscando un gato al que no querían atropellar. Tal vez el gato agradeciera el calorcito de un motor recién apagado. Tal vez el gato se creyera enamorado de los amortiguadores, de las ballestas, de los ejes, de las cubiertas o del tubo de escape, que a veces nos llevamos sorpresas con el reino animal. Quizás oía en el rugir del automóvil el maullido de un padre ausente, un señor gato engrandecido en sus sueños de cachorro que desafiaba al mundo con la fuerza de un león.
El hijo de Santiago Abascal aprendió al fin que la razón de aquella búsqueda no era un gato, un minino perdido ni un micho avieso a la espera de un lance propicio sobre un ratón de ojos dulces. Su padre y su abuelo habían hecho costumbre la precaución de inspeccionar los adentros del coche, no fuera que algún terrorista mal nacido hubiese aprovechado la oscuridad para colocar una bomba lapa, esas que se explosionan con un mando a distancia: un golpe de botón y un nuevo muerto, una nueva viuda, un nuevo puñado de niños huérfanos, condenados para siempre a una fragilidad odiosa.
Dijo Santi Abascal, en la presentación de “No me rindo”, su biografía –magníficamente escrita por Gonzalo Altozano, un joven autor al que le vaticino una exitosa carrera-, que prefirió contarles la verdad a sus hijos porque a los niños no se les puede mentir, salvo que queramos hacer de ellos adultos débiles.
Sus hijos y los míos –bueno, la pequeña que juega a mi lado todavía vive en un paraíso de azúcar- han experimentado el tirón de orejas de los suspensos, la rabia de perder un partido, el mosqueo de que un compañero no les invite a su fiesta de cumpleaños, el desengaño al no recibir el regalo que esperaban, la frialdad de los pasillos de un hospital, la impresión que causa la visita a un enfermo incurable, la muerte de parientes muy queridos, aunque mis hijos no conocen, claro está, la amenaza de la pistola en la nuca, la inquietud ante la posibilidad cierta de un secuestro, la emoción helada de buscar al gato por los bajos del coche, la frustración de que ya no quede nadie que los defienda.
Llevo toda la semana reflexionando acerca de la fragilidad de mis hijos, que es la misma fragilidad de todos los niños del mundo, y estoy determinado a salvarles de semejante tiranía.



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