Cuando en una
corrida de toros sale un morlaco de quitar el hipo por la arboladura de sus
cuernos, se suele decir que al matador no le queda otra que “atarse bien los
machos”, que son los borlones que sujetan la taleguilla por debajo de la
rodilla. Es una manera de invocar al valor. Pues ante lo que parece depararnos
el destino en la política nacional y continental, recomiendo vivamente que el
sufrido ciudadano se ate bien los borlones, para que los pantalones y los
calcetines sigan en su sitio.
Ya hemos tenido
tiempo de asimilar los resultados de las últimas elecciones, en las que el
Parlamento Europeo se ha teñido de una variedad de colores extremos que traen
nubes de guerra. De guerra dialéctica, espero, a pesar de que en los discursos
de los representantes elegidos (tanto de la extrema derecha como de la extrema
izquierda) percibamos los golpes de tambor que anteceden a los ataques de los
siux.
Tampoco el PSOE es
un remanso de paz tras la anunciada dimisión de Rubalcaba. Aunque muchos se
feliciten por el abandono del químico, hijo legítimo de Maquiavelo, la entrega
de los trastos –continuamos con los símiles taurinos- no augura nada bueno para
el único partido que, junto con el PP, puede ofrecer estabilidad a nuestro tembloroso
país. Y no es cuestión de que los afiliados al puño y la rosa prefieran a un
candidato u otro, e incluso a algún tapado que pueda rejuvenecer aún más la
capitanía de las históricas siglas, sino que todos ellos son producto –yo
también- de las leyes y los usos educativos de nuestra democracia.
Mi reflexión poco
tiene que ver con la histeria de la derecha más carpetovetónica o con esa
izquierda que sueña para el recibidor un muñeco en cera de Felipe González. Soy
un paseante en Corte, testigo de lo que viene sucediendo desde aquel malhadado
11 de marzo que hirió nuestra democracia al resucitar a la dos Españas que
Antonio Machado cantaba en sus coplillas, dos españolitos enfrentados que se
odian –miren ustedes qué tontería- a cuenta del color de la papeleta que echan
en una urna transparente. Al caminar por esta capital de provincias de aires
manchegos para la que queríamos una Olimpiada, escucho las conversaciones, leo
las pintadas y me topo –con demasiada frecuencia- con esa pléyade de desengañados
que no creen posible la convivencia entre quienes tienen ideas distintas acerca
de la administración de la cosa pública.
Vive en un dulce
retiro aquel sabio alemán que nos prevenía acerca de la dictadura del
relativismo, columna vertebral sobre el que se sujeta el pensamiento de los
hombres y mujeres que son el relevo de los hijos de la posguerra. Ellos son
–somos- las víctimas de la LOSE, de la LOGSE y de cuantos acrónimos inventados
por nuestros legisladores para hacer de la educación el caldo de cultivo de un
mundo blando en el que no existe el mal ni el bien, la verdad ni la mentira, el
negro ni el blanco, lo honesto y lo deshonroso. Y de ese caldo han bebido
–hemos bebido- la generación de la Nocilla, desconocedora de la historia de
España, víctimas (lo que aún es más grave) de una lectura interesada y falsa de
lo que nos ha hecho ser lo que somos.
Los líderes
políticos que se adivinan apenas leen porque apenas han leído. Tampoco sus
ideales están definidos porque su basamento es tan maleable como aquel moco de
colores al que llamaban “blandiblú”, con el que jugábamos de niños. De los
Reyes Católicos conocen lo que muestra la serie de televisión; dudan de que en
la conquista de América no se hubiese dado el canibalismo por parte de las
huestes de Colón, Pizarro, Hernán Cortes y otros prohombres a los que les
gustaría arrancar del pedestal; creen a pies juntillas que la Guerra Civil fue
una cuestión de buenos y malos, según el relato del cine de la Transición;
interpretan la invasión francesa al modo de Curro Jiménez; saben que el Quijote
es un personaje de dibujos animados, antihéroe de una novela muy gorda, y
cuando tienen que elegir un momento histórico de las últimas décadas se
decantan por la teta que se le escapó a Sabrina, una cantante italiana.
Qué peligroso dejar
España al pairo de los que vienen. Sin embargo, la misma naturaleza nos dice
que no queda otra. Atémonos los machos, entonces, y divulguemos entre los
jóvenes bien preparados que nada hay tan noble como el servicio público a través
de la política.