<<Pienso,
luego existo>> no sólo es una frase lapidaria de los manuales de
Filosofía sino un magnífico eslogan para hacer camisetas al pairo del
<<Haz el amor y no la guerra>>, <<Cuidado que voy
borracho>> o <<Chanquete se ha muerto>>. También sería la
matriz de una magnífica campaña publicitaria para llenar las aulas de las
universidades privadas, pues a la crisis económica de las familias se une el
final de los últimos coletazos del babyboom, y en lo que fueran laboratorios y
salas de lectura e investigación resuenan los ecos de la ausencia. Estamos de
acuerdo en que sin pensamiento no hay existencia (lo lamento por los que
consideran que el perro es su mejor amigo o por aquellos que desean
reencarnarse en coleóptero), de igual modo que sin pensamiento tampoco hay
Universidad, por muchos campus que tachonen la piel de toro.
Pero lo de la
Universidad es una excusa con la que proponerles el siguiente supuesto: si
Descartes volviera a la vida, ¿completaría sus famosísimas tres palabras con un
–es un bobo suponer- <<y porque estoy en las redes, también
existo>>? Mi duda no es demasiado ingeniosa, pues hace tiempo que sobre
el asunto pedalean sociólogos, educadores, padres, periodistas y policías,
estos últimos con el encargo de desenmascarar a tanto mal nacido que hace de la
comunicación electrónica celada para sus cacerías infantiles. Si la traigo a
colación (que el pensador gabacho me perdone) se debe a que en mi perfil de
Facebook se asomó, hace apenas unos días, el rostro de un conocido que lleva
muchos meses muerto. No me pedía mi amistad –el susto hubiera sido mayúsculo-;
sólo me miraba desde su fotografía de presentación con una melancolía ausente,
pues en sus ojos congelados brillaba la necesidad de abandonar, de una vez y
para siempre, esa gran mentira en la que la vida no es vida ni la muerte es
muerte sino vanidad. Vanidad en una dimensión manufacturada para dibujar una
sonrisa con la que engatusar a toda una manifestación de contactos, incluso
cuando la tierra (paladas de tierra) ha puesto entre unos y otros la distancia
insalvable.
Suena morboso, pero
los muertos que navegan por esas ventanas se cuentan por millares, por cientos
de millares, por millones. ¿Cuántos suman cada día?… Un estudio habla de
treinta mil. Treinta mil cadáveres diarios en la morgue de Facebook, de Tuenti,
de Twitter, del Whatsapp, sin que existan procedimientos asequibles para que
los familiares puedan retirar el cuerpo de las pantallas.
A veces me llegan
mensajes de personas desconocidas: se abre una ventanita mientras consulto mi
perfil de FB, por la que se asoma el rostro de un individuo o individua que me
pregunta, así por las buenas, <<¿Qué tal?>>, o me lanza un
<<Hola>> cosido a un aburrimiento plomizo, a una soledad de
psiquiatra, a una curiosidad estúpida o vaya usted a saber. Debería probar a responder
<<Aquí, pudriéndome un poco>>, o <<Jugando a los chinos con
San Pedro>>, o <<Conociendo a mi tatarabuela>>, salvo que el susodicho
también viniese del más allá. ¿No será el espiritismo del siglo XXI? ¡Lo que
nos faltaba!
Una vez hice la
probatura y me quedó una quemazón en el alma: pulseé en Google el nombre de una
persona muy querida que había fallecido unos cuantos años antes de que el
ordenador y, por supuesto, internet nos sabotearan las horas. Era una suerte de
descanso, como el que entre gestión y gestión se levanta de su mesa y sale a
echarse un pitillo o a la máquina del café. Yo tecleé el nombre de aquella
ausencia que de pronto había echado de menos. ENTER. Unos segundos en los que
la máquina se puso a pensar y, ¡zas!, mi ser querido en una, dos, tres y hasta
seis entradas, que hablaban de él en presente, como si todavía caminara por las
calles, como si aún estuviese activo su DNI, como si pudiera descolgar el
teléfono para preguntarle a qué hora nos vemos.
Me importa poco si
de mí quedan flecos prendidos a la red de redes. No estaré para verlo. Sin
embargo no se van de mi cabeza los ojos tristes de aquel conocido al que
acompañé a su propio entierro. Junto a la foto aparecen sus datos personales,
las habilidades con las que quería que le conociera el mundo, la música que
solía escuchar, el libro de poemas que siempre le acompañaba y el filón de sus
amigos, cientos, que seguramente siguen sorprendiéndose al ver cómo se asoma a
sus pantallas. Parece que viene a rogarnos, no sé, que no le olvidemos.