14 jun 2014

La Historia no la escribe la casualidad sino que es una suerte de dominó: una acción –acertada o desacertada- empuja a la ficha siguiente, hasta completar la figura de un inmenso derrumbe, de tal forma que no podemos desgajar la actualidad de cada uno de los pasos que nos han traído hasta aquí.
A mi parecer, los momentos difíciles que sufrimos en España dieron comienzo un lejano 11 de marzo que nos sigue arañando el corazón. Desde aquella espantosa mañana pienso que, tras los bombazos de Atocha, el presidente Aznar tendría que haber convocado un gobierno de concentración -encabezado por el Rey, por qué no-, para que los líderes de los partidos con representación parlamentaria asumieran responsabilidad en las decisiones que se tomaron en aquellos días terribles. 

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Por desgracia no fue así, y un Aznar atribulado por una catarata de acusaciones histriónicas se enrocó en palacio, mientras Rubalcaba se arrogaba la voz de los muertos y heridos, de la calle aturdida, para tomarse la justicia por su mano con gestos de deslealtad que a punto estuvieron de provocar más de un motín, capaces de algo inimaginable: que un ramplón ZP recibiera el bastón de mando para marcar los destinos de España.
Supongo que los terroristas pretendieran ese cambio rocambolesco, y que conocían la idiosincrasia española, en la que nuestro entendimiento sigue siendo un anhelo y el patriotismo un imposible, ya que la perenne división es marca de la casa. Tal vez, incluso, supieran de qué se alimentaba la masa gris del muchacho de León, un tipo consciente de que lo nuestro son dos Españas enfrentadas, dos enemigos irreconciliables a los que había que azuzar cuando todavía se elevaban al cielo las fumarolas luctuosas de los trenes.
Ya sé que todo esto suena a viejo -la actualidad avanza a tal velocidad que apenas disponemos de tiempo para rumiarla-, pero yo sigo en mis trece al recurrir al juego del dominó: después de que los bombazos empujaran la ficha de aquel crimen en masa, llegó el castigo de ocho años de gobierno de Zapatero que, sobre el tablero de juego, dibujó requiebros peligrosísimos para la estabilidad de nuestra patria. Aquel presidente, con gestos y palabras, demostró que su ramplonería era un disfraz. Tras sus frases grandilocuentes tintadas de una cursilería de libro, escondía la determinación de sacudir los cimientos de nuestra frágil convivencia, la razón de nuestras instituciones democráticas, las coordenadas de nuestra Historia, el cuidado de las víctimas del odio terrorista, la unidad de nuestro territorio, la estabilidad de las familias, la defensa de nuestra economía y un sinfín de acuerdos implícitos que, durante los años de la Transición, habían hecho posible ciertas avenencias.
En esos ocho años aciagos se explica la debacle de los partidos mayoritarios, el jaque al bipartidismo con el inquietante enigma de qué sucederá en las próximas elecciones. No dejo a un lado la corrupción -¡que cada palo aguante su vela!-, connatural a los reyes de taifas que creen haber nacido para calentar un sillón que pagamos entre todos, así como a la tibieza de las leyes que regulan el funcionamiento de los partidos políticos. Pero es el eco de ZP el que espolea a los movimientos radicales que, además de no ofrecernos mucho más que proclamas empachadas de utopías, están empeñados en reventar la entente que ha hecho posible el periodo más largo de paz que se recuerda en esta piel de toro.
El desafío de Arturo Mas tiene los pies bien anclados en la estrambótica reforma del Estatuto, jaleada por el hombre de la ceja, que no dudó el hacer público un “concepto de nación” -discutido y discutible-, virus contagioso al que se auparon los caciques de muchas Comunidades autónomas, cualquiera que fuese su color.
De su “Otegui es un hombre de paz” a la soltura con la que los etarras (de pistola o de carné, poco importa) se han hecho con numerosísimos cargos electos, aperitivo del nuevo chantaje que nos aguarda.
No sé dónde está la tierra que no pertenece a nadie, sino al viento en la que se ha retirado nuestro Mister Bean del ordeno y mando. Allí debe solazarse con el triste espectáculo de su partido convertido en ruina, con los cantos guillotineros de quienes enarbolan la bandera tricolor que defendió su abuelo, aquel capitán Lozano que le hizo sentirse tan identificado con las sufrientes viudas y huérfanos víctimas de la ETA.
Sugiero que, con la mayor celeridad posible, coloquen su estatua en el Museo de Cera, codo con codo, junto al inquietante Rasputín.





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