13 jul 2014



Llegó el euro y comenzaron mis problemas, como los de tantos españoles. Y hasta europeos, me atrevo a añadir, que no porque vivan al norte tienen que ser más listos. Los problemas, digo, llegaron, en primer lugar, con la maldita división de dos decimales, yo que suspendí tantas evaluaciones de Matemáticas y me pasé algún verano adormecido entre las operaciones infinitas de los Cuadernos Rubio, maldito responsable de la pesadilla infantil. Los decimales no eran la única sacudida a mi sencillo mundo de números pares (los más fáciles para distribuir de dos en dos, que es hasta donde llegan mis cualidades aritméticas); también aquella centena con doble seis, vaya por Dios, todo un jaleo a la hora de entender el dinero que llevaba en el bolsillo, de tal modo que no tardé ni un día en despreciar los céntimos, no por su poco valor sino porque no sabía –sigo sin saberlo- adjudicarles ese poco valor que dicen que tienen.
En alguna tienda me regalaron la famosa tablilla, un invento para llevar en el bolsillo. Con un leve movimiento se irisaba la superficie, los euros se transformaban en pesetas, las pesetas en euros, con cantidades que me resultan un auténtico estrambote. Si en las primeras casillas las cifras avanzaban de unidad en unidad, enseguida comenzaban las decenas, las centenas y los millares, reto al que tiene que enfrentarse todo niño durante varios cursos escolares (conversión, le llaman, con el sagrado significado de tamaño sustantivo), ejercicio con el que se me han ido acercando cada uno de mis hijos con la peligrosa intención de que se lo explicara, de que se lo corrigiera, ¡madre!, lo que les atrapaba aún más en la tela de la confusión.
La tablilla fue una tercera mano, hasta que la perdí. Iba a la farmacia, tablillazo que te crio. Me acercaba a la ferretería, toma tablillazo. Pasaba por el súper y tablillazo tras tablillazo en cada uno de los lineales. Entonces se confirmó mi sospecha: si en la oficina en la que trabajaba la operación de conversión había resultado sencilla (con una hoja de Excel transformaron el bruto y el neto de mi nómina en euros, sin sumar un solo céntimo a lo que desde hacía muchos meses –muchísimos- me venían pagando), los productos todos de nuestra economía de mercado se habían redondeado hacia arriba o, por poner los puntos sobre las íes, habían dejado la cifra que antes se leía en pesetas para añadirle el símbolo de la moneda europea, lo que nos hacía a todos mucho más pobres, con la engañifa  de que por fin éramos “europeos”, como si la realidad no fuese tozuda y tuviese que disfrazarla un ministro de Economía o un presidente del Gobierno. 
A partir de que me quedé sin la tablilla, me despreocupé: no más multiplicaciones imposibles, no más preguntas acerca de lo que cuestan las cosas, lo que cuesta la vida. Tan solo un puñado de cifras claras, todas ellas acabadas en cero, doble cero o triple cero, y a correr, convencido de que me había hecho mucho más pobre que cuando los billetes reproducían el busto de aquel que por entonces era nuestro Rey y el de el que era un joven Príncipe. Y en la memoria Rosalía de Castro, Manuel de Falla, Gustavo Adolfo Bécquer, Benito Pérez Galdós, Juan Ramón Jiménez… sobre aquella textura de papel sobado que, tantas veces hecho un gurruño, dio vueltas y más vueltas en la lavadora para regresar, como superviviente, a este mundo que nació con el trueque y hoy se decide en el Banco Central Europeo, con sus hombres de semblante aburrido, funcionarios de postín que juegan con la economía de las familias igual que si se encontraran frente al tablero del Monopoly.
Vinculo la peseta a la infancia, a mi juventud, a los años de soltería en los que, como niño de papá que se precie, no tenía compromisos económicos –miento, que siempre he guardado un pellizco para el cestillo de la Iglesia, aunque estas cosas no se deban contar-. Vinculo la peseta, por tanto, a ese escenario naif en el que uno tenía su paga, su aguinaldo y aquello que conseguía aquí y allá con trabajos de poca monta. Vinculo el euro con el presupuesto casero, con el estirar el sueldo como si fuera un chicle, con esta crisis en la que todos hemos dejado de cobrar lo que con justicia merecemos. Y vinculo el euro con esa colitis en los monederos –según genial descripción de alguno de los infantes de la pandilla de Mafalda- por la que los billetes de veinte se nos escapan entre los dedos como si quemaran, desprendiera calambrazos o nos apestaran, malditos, que se fugan a la misma velocidad con que los sacamos del cajero, por muchos propósitos que hagamos para que vivan, durante un tiempo, en el interior del billetero.


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