Llegó el euro y
comenzaron mis problemas, como los de tantos españoles. Y hasta europeos, me
atrevo a añadir, que no porque vivan al norte tienen que ser más listos. Los
problemas, digo, llegaron, en primer lugar, con la maldita división de dos
decimales, yo que suspendí tantas evaluaciones de Matemáticas y me pasé algún
verano adormecido entre las operaciones infinitas de los Cuadernos Rubio,
maldito responsable de la pesadilla infantil. Los decimales no eran la única
sacudida a mi sencillo mundo de números pares (los más fáciles para distribuir
de dos en dos, que es hasta donde llegan mis cualidades aritméticas); también
aquella centena con doble seis, vaya por Dios, todo un jaleo a la hora de entender
el dinero que llevaba en el bolsillo, de tal modo que no tardé ni un día en
despreciar los céntimos, no por su poco valor sino porque no sabía –sigo sin
saberlo- adjudicarles ese poco valor que dicen que tienen.
En alguna tienda me
regalaron la famosa tablilla, un invento para llevar en el bolsillo. Con un leve
movimiento se irisaba la superficie, los euros se transformaban en pesetas, las
pesetas en euros, con cantidades que me resultan un auténtico estrambote. Si en
las primeras casillas las cifras avanzaban de unidad en unidad, enseguida
comenzaban las decenas, las centenas y los millares, reto al que tiene que
enfrentarse todo niño durante varios cursos escolares (conversión, le llaman,
con el sagrado significado de tamaño sustantivo), ejercicio con el que se me han
ido acercando cada uno de mis hijos con la peligrosa intención de que se lo
explicara, de que se lo corrigiera, ¡madre!, lo que les atrapaba aún más en la
tela de la confusión.
La tablilla fue una
tercera mano, hasta que la perdí. Iba a la farmacia, tablillazo que te crio. Me
acercaba a la ferretería, toma tablillazo. Pasaba por el súper y tablillazo
tras tablillazo en cada uno de los lineales. Entonces se confirmó mi sospecha:
si en la oficina en la que trabajaba la operación de conversión había resultado
sencilla (con una hoja de Excel transformaron el bruto y el neto de mi nómina
en euros, sin sumar un solo céntimo a lo que desde hacía muchos meses
–muchísimos- me venían pagando), los productos todos de nuestra economía de
mercado se habían redondeado hacia arriba o, por poner los puntos sobre las
íes, habían dejado la cifra que antes se leía en pesetas para añadirle el
símbolo de la moneda europea, lo que nos hacía a todos mucho más pobres, con la
engañifa de que por fin éramos “europeos”,
como si la realidad no fuese tozuda y tuviese que disfrazarla un ministro de
Economía o un presidente del Gobierno.
A partir de que me
quedé sin la tablilla, me despreocupé: no más multiplicaciones imposibles, no
más preguntas acerca de lo que cuestan las cosas, lo que cuesta la vida. Tan
solo un puñado de cifras claras, todas ellas acabadas en cero, doble cero o
triple cero, y a correr, convencido de que me había hecho mucho más pobre que
cuando los billetes reproducían el busto de aquel que por entonces era nuestro
Rey y el de el que era un joven Príncipe. Y en la memoria Rosalía de Castro,
Manuel de Falla, Gustavo Adolfo Bécquer, Benito Pérez Galdós, Juan Ramón
Jiménez… sobre aquella textura de papel sobado que, tantas veces hecho un
gurruño, dio vueltas y más vueltas en la lavadora para regresar, como
superviviente, a este mundo que nació con el trueque y hoy se decide en el
Banco Central Europeo, con sus hombres de semblante aburrido, funcionarios de
postín que juegan con la economía de las familias igual que si se encontraran
frente al tablero del Monopoly.
Vinculo la peseta a
la infancia, a mi juventud, a los años de soltería en los que, como niño de
papá que se precie, no tenía compromisos económicos –miento, que siempre he
guardado un pellizco para el cestillo de la Iglesia, aunque estas cosas no se
deban contar-. Vinculo la peseta, por tanto, a ese escenario naif en el que uno
tenía su paga, su aguinaldo y aquello que conseguía aquí y allá con trabajos de
poca monta. Vinculo el euro con el presupuesto casero, con el estirar el sueldo
como si fuera un chicle, con esta crisis en la que todos hemos dejado de cobrar
lo que con justicia merecemos. Y vinculo el euro con esa colitis en los
monederos –según genial descripción de alguno de los infantes de la pandilla de
Mafalda- por la que los billetes de veinte se nos escapan entre los dedos como
si quemaran, desprendiera calambrazos o nos apestaran, malditos, que se fugan a
la misma velocidad con que los sacamos del cajero, por muchos propósitos que
hagamos para que vivan, durante un tiempo, en el interior del billetero.