18 jul 2014

Me viene a la cabeza el empeño de Juan Pablo II por viajar a Sarajevo. Era aquella tierra un polvorín sembrado de muertos. Muertos militares, muertos de las guerrillas, muertos civiles de todas las edades, muertos que fueron libres de odios étnicos, religiosos y nacionales, muertos que fueron esclavos de aquellos odios. Y del otro lado, como quien no quiere la cosa, la vieja Europa, la Europa pacificada, la Europa del progreso de aquellos años noventa, la Europa que miraba con desapego a la antigua Yugoslavia, el mismo desapego con el que miró –durante décadas- los horrores del inmenso gulag soviético.
Wojtyla estaba empeñado en aquel viaje que no pudo ser. Quería aplastar con su autoridad la cabeza de la guerra como si fuese la de una víbora, imagen con la que empieza y terminará la Historia, a decir de los textos bíblicos. Desde fuera parecía un osado, o un fanfarrón, pues por entonces el Papa polaco estaba ya mordido por la enfermedad: su rostro había perdido expresión y tenía dificultades para moverse.
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De hecho, no eran pocos los enemigos –de fuera y de dentro- que pedían su dimisión aduciendo razones humanitarias y hasta estéticas. Pero su tesón por partir de Roma para aterrizar en aquel país desquebrajado no cejaba, a pesar de que se lo desaconsejaban hasta sus colaboradores. Pareció que con la amenaza de uno de los bandos -que anunció que si el Papa pisaba los Balcanes atentarían contra él-  estaba todo dicho, que Juan Pablo II se quedaría en los apartamentos pontificios rumiando su insatisfacción. Pero sucedió que a sus llamamientos a favor del silencio de las armas, insistentes cada miércoles y domingos, el anciano subrayó que Sarajevo seguía en el plan de sus próximos viajes, sin importarle lo que pensaran los terroristas, los colaboradores y los políticos.
En los salones de la fría administración de Occidente se creía que aquella obcecación de Wojtyla respondía a su mala costumbre de ir siempre por delante, sin respetar los plazos de la burocracia. Admitían que por el empecinamiento del Papa se forzó el final de la Polonia comunista, y que fue responsable del chispazo que prendió la libertad en los países del Telón de Acero, pero una región en guerra era cosa distinta. Allí no cabían actos multitudinarios retrasmitidos por televisión, ni besos al asfalto del aeropuerto ni paseos triunfales en papamóvil.
Tal vez pensaban los políticos que Juan Pablo II añoraba su papel mesiánico, la aclamación de las masas aherrojadas por la brutalidad de un sistema inhumano. Tal vez no creían que el único motivo por el que aquel hombre debilitado pretendía pisar los charcos de sangre bosnia y croata, no era otro que la exigencia del final de aquel horror. Él sabía bien lo que es vivir en guerra. Conocía bien en qué consiste la guerra. Había experimentado el día a día de un país en guerra, la sinrazón de la brutalidad sin límites, la sinrazón de tantos crímenes atroces, no sólo la muerte sino también la destrucción del interior del ser humano, en tantos casos irrecuperable. Porque el lenguaje de la guerra no se sostiene en la razón, ni en el estudio, ni en el cálculo… Ni siquiera se sostiene en la estrategia, aunque la estrategia ayude a que la línea del frente esté hoy aquí y mañana allá, nimiedades para quien ha perdido familia y casa, para los niños que vagan confundidos por las explosiones, para los que sienten el mordisco de la metralla, para quienes observan al vecino con los ojos inyectados en hiel, para quienes observan al vecino con los ojos inyectados en miedo.
Wojtyla no pudo volar a Sarajevo. Lo recuerdo. Y recuerdo su imagen, encogido como si también hubiese probado la dentada de una bala, otra, esta vez en el epicentro de su corazón. Su mirada de filósofo, de hombre de pensamiento y acción, estaba velada por la tristeza, ya que la geopolítica le había dejado –al menos físicamente- del lado de aquellos que miraban aquel escenario con los brazos cruzados.
Muchas veces pienso que seguimos de brazos cruzados ante los polvorines de este mundo. Siria, Israel, Palestina, Ucrania… son conmovedoras postales de ONG, repetitivas noticias para los telediarios. Y sus víctimas nos parecen siempre las mismas, actores que se pintan las heridas, las mutilaciones y hasta la muerte. Pero de cuando en cuando un avión repleto de occidentales sobrevuela el campo de batalla y sucede algo que nos sobrecoge, porque las víctimas ya no son de goma sino ciudadanos como tú y como yo, con hipoteca y vacaciones pagadas.
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