Me siento
a escribir este artículo días antes de que este número de El Observador vea la
luz. Hoy se da la circunstancia de que la Iglesia celebra a la beata Teresa de
Calcuta, Madre Teresa, que es como la seguimos llamando porque llena el hueco
de nuestra orfandad. Al invocarla quisiéramos tener algo de esos pobres entre
los pobres que movían su corazón, recuperar la inocencia de los niños para
agarrarnos a los vuelos de su sari blanco, el más humilde de los vestidos entre
todas las mujeres indias.
Madre
Teresa era un diáfano cristal que dejaba ver el rostro de Cristo, perfectamente
amoldado a sus incontables arrugas, a la insignificancia de su pequeño cuerpo,
a sus manos nudosas, a sus pies combados como dos embarcaciones que surcan los
encrespados océanos, a sus párpados cansados que apenas dejaban ver el brillo
de sus ojos, entre rezadores y pícaros. Si no estuviese Dios de por medio no se
entendería la fuerza de tanta fragilidad, que sus obras, sus gestos, sus
palabras y sus silencios sigan subyugando este mundo que se muere de sed, como
el Crucificado que pende de todas las capillas de las Misioneras de la Caridad,
como el Jesús que ella adivinaba en cada despojo humano, en cada anciano
abandonado, en cada niño sin amor, en cada víctima de la guerra, en cada
enfermo, también en aquellos que portan virus mortales y contagiosos… Sed
también en los ricos que no logran levantar los ojos de las cotizaciones de la
Bolsa, en los vecinos que no se saludan, en las familias que se rompen a causa
de una herencia, en los adictos al alcohol, a la pornografía, a cualquier tipo
de droga. Y a los fracasados, que forman rebaños por los rincones de cualquier
ciudad. Y a las mujeres maltratadas, malqueridas y utilizadas.
Madre
Teresa padecía la misma sed que Cristo manifestó en la cima de la cruz. Y para
saciarla se multiplicó por todo el mundo, en países de frío y calor, en
naciones de abundancia y precariedad.
Conservo
dos notas que me envió desde Calcuta en respuesta a mis cartas. En una de ellas
aprovechó para escribir el reverso de una estampa en la que venía dibujada una
mano que acogía a un niño todavía por formar. Es un papel humilde, de los que
amarillean apenas en unos meses. Pero la tinta en la que está impreso parece
indeleble, como el pasaje de Isaías que rubrica la mano y al pequeño: <<No
llores, porque el Señor lleva tu nombre tatuado en la palma de su mano>>.
Cada vez
que leo las letras de Madre Teresa, doy la vuelta a la estampa para respirar
las palabras de Isaías. <<No llores, porque el Señor lleva tu nombre
tatuado en la palma de su mano>>. Ese versículo estaba destinado a mí. A
cada despojo humano. A cada anciano abandonado. A cada niño sin amor. A cada
víctima de la guerra. A cada enfermo, también a los que portan virus mortales y
contagiosos. Y a los ricos confundidos en sus fortunas. Y a los fracasados. Y a
las mujeres utilizadas.