12 sept 2014

Me siento a escribir este artículo días antes de que este número de El Observador vea la luz. Hoy se da la circunstancia de que la Iglesia celebra a la beata Teresa de Calcuta, Madre Teresa, que es como la seguimos llamando porque llena el hueco de nuestra orfandad. Al invocarla quisiéramos tener algo de esos pobres entre los pobres que movían su corazón, recuperar la inocencia de los niños para agarrarnos a los vuelos de su sari blanco, el más humilde de los vestidos entre todas las mujeres indias.

Madre Teresa era un diáfano cristal que dejaba ver el rostro de Cristo, perfectamente amoldado a sus incontables arrugas, a la insignificancia de su pequeño cuerpo, a sus manos nudosas, a sus pies combados como dos embarcaciones que surcan los encrespados océanos, a sus párpados cansados que apenas dejaban ver el brillo de sus ojos, entre rezadores y pícaros. Si no estuviese Dios de por medio no se entendería la fuerza de tanta fragilidad, que sus obras, sus gestos, sus palabras y sus silencios sigan subyugando este mundo que se muere de sed, como el Crucificado que pende de todas las capillas de las Misioneras de la Caridad, como el Jesús que ella adivinaba en cada despojo humano, en cada anciano abandonado, en cada niño sin amor, en cada víctima de la guerra, en cada enfermo, también en aquellos que portan virus mortales y contagiosos… Sed también en los ricos que no logran levantar los ojos de las cotizaciones de la Bolsa, en los vecinos que no se saludan, en las familias que se rompen a causa de una herencia, en los adictos al alcohol, a la pornografía, a cualquier tipo de droga. Y a los fracasados, que forman rebaños por los rincones de cualquier ciudad. Y a las mujeres maltratadas, malqueridas y utilizadas.

Madre Teresa padecía la misma sed que Cristo manifestó en la cima de la cruz. Y para saciarla se multiplicó por todo el mundo, en países de frío y calor, en naciones de abundancia y precariedad.

Conservo dos notas que me envió desde Calcuta en respuesta a mis cartas. En una de ellas aprovechó para escribir el reverso de una estampa en la que venía dibujada una mano que acogía a un niño todavía por formar. Es un papel humilde, de los que amarillean apenas en unos meses. Pero la tinta en la que está impreso parece indeleble, como el pasaje de Isaías que rubrica la mano y al pequeño: <<No llores, porque el Señor lleva tu nombre tatuado en la palma de su mano>>.


Cada vez que leo las letras de Madre Teresa, doy la vuelta a la estampa para respirar las palabras de Isaías. <<No llores, porque el Señor lleva tu nombre tatuado en la palma de su mano>>. Ese versículo estaba destinado a mí. A cada despojo humano. A cada anciano abandonado. A cada niño sin amor. A cada víctima de la guerra. A cada enfermo, también a los que portan virus mortales y contagiosos. Y a los ricos confundidos en sus fortunas. Y a los fracasados. Y a las mujeres utilizadas.
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