22 sept 2014

El debate del aborto es un buen ejemplo de las dos Españas sobre las que escribió Antonio Machado. Dos Españas sobre las que siempre ha pendido la demagogia de sus líderes: resulta sencillo revolver a las masas desde la autoridad del areópago para, en seguida, esconder la mano. Porque si en algo se caracterizan estas dos Españas siempre enfrentadas es en la marea del populismo que nos empuja a unos contra otros, sin que captemos que somos juguetes rotos del capricho de los ideólogos de esta civilización quebrada.
Eran minoría los que a principios de los años ochenta clamaban por una ley que regulara la despenalización del aborto, a juzgar por el distinto número de ciudadanos que se manifestaron en las movilizaciones a favor y en contra de un ejercicio quirúrgico que siempre nos hace peores. Mas en este país basta la aprobación de la Ley (como experimentamos con la regulación de cualquier práctica social provocadora) para el acostumbramiento del pueblo que no la demandaba. Como prueba, son muchos los antiguos manifestantes a favor de la vida del no nacido que hacen mutis por el foro, que se lavan las manos, cuando el terrible dilema que acompaña un embarazo no deseado se presenta en su entorno.
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Ni siquiera había una minoría social que alentara a ZP en su carrera hacia la Ley de plazos que ha convertido el aborto en un ejercicio sin límites (se habla de 300 abortos diarios a lo largo y ancho de nuestro país, más de 100.000 criaturas a las que se les ha roto el camino hacia la vida, además de aquellas otras que no es bueno –por no agitar a los más peleones y porque forman el negocio B de los abortorios- incluir en el listado), una auténtica sangría que compromete muy seriamente el futuro de nuestra población, de nuestra economía, progreso y bondad.
Desde que se presentó el plan de Gallardón para evitar semejanteescalada de horror para los fetos, especialmente aquellos marcados con una tara física no siempre certeramente comprobada, condenados a una muerte eugenésica, tuve claro que no iba a ser posible. Y no sólo por la virulencia de todos los partidos de la oposición, así como de los versos sueltos y traicioneros que le crecen al PP (lírica similar a la empleada por Gallardón cuando el PP de la oposición rechazó el matrimonio entre personas del mismo sexo, pero como alcalde de Madrid tuvo la chulería de casar a dos militantes de su partido). Supe que la nueva Ley no llegaría ni siquiera a ser debatida, ya que no  le acompañaba ningún tipo de didáctica que mostrara a la población en qué consiste un aborto y cuáles son las víctimas a las que arrastra (al niño en gestación, claro, pero también a su madre).
Me duele el maniqueísmo respecto al aborto. Me duele el desprecio público a los dictámenes científicos acerca del comienzo de la vida humana. Me duele que se hable con tanta ligereza de la libertad de las mujeres, como si la libertad no fuese un derecho de todos –mujeres y hombres- que nos hace responsables de nuestros actos, especialmente los que nos dignifican y dignifican nuestra patria. Me duele que se identifique libertad con el ir por fríos y asépticos pasillos en los que la semilla de la vida se convierte en material destinado a arder entre apósitos y otros desechos quirúrgicos.
Me duele que no podamos ver los terribles momentos que una mujer embarazada pasa en el quirófano, cuando la televisión nos empacha con la peor casquería física y moral a modo de entretenimiento. Me duele que se nos oculte el amargo después: la añoranza, el peso de la culpabilidad. Me duele que pretendan colocarme como enemigo de las mujeres que se ven abocadas a ese callejón sin salida ni vuelta atrás. Y me duele que crean que el aborto es un asunto que me obsesiona, cuando lo que me obsesiona es la vida y todas sus esperanzas.
Machado escribió aquello de las dos Españas, fango que se nos pega y que fabrica toda clase de políticos.
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