20 nov 2014

Cuántas veces le habrá temblado el bolígrafo en las manos. Cuántas se le habrá nublado la pantalla del ordenador al pulsear las teclas. Cuántas se habrá echado para atrás, destruyendo el archivo, rasgando el papel en pedacitos, diciéndose que para qué sacar el negro carbón que se quedó tan abajo, en lo más profundo del alma.

Me conmuevo al considerar lo mucho que le habrá costado reconocer que fue víctima cuando, en su párvula inocencia, la voz del líder espiritual, del párroco, del sacerdote, del profesor de religión, se hacían pasar por la voz del mismo Dios para prostituirlo. Y me duele el inmerecido sentimiento de culpabilidad, la injusta vergüenza por esos terribles recuerdos que nunca va a poder borrar.

Le preocupaba dañar la institución a la que pertenece y a la que ama, la Iglesia, porque las vejaciones las causaron aquellos que se servían del altar y la cruz, de los sacramentos, como disfraz para sus crímenes. Y quiero hacer mías sus lágrimas a causa de las voces autorizadas que le dijeron que lo que contaba no podía ser cierto. Y que si lo era, mejor dejarlo donde estaba, en la pesadilla de sus peores experiencias.

Juan Pablo II nos enseñó en el año 2000 que la Iglesia tiene que pedir perdón, postrarse ante el Crucificado y clamar piedad por los crímenes de sus hijos. También por este tipo de maldades que, en familia, casi siempre se cubren (por desgracia) con el velo del silencio. Especialmente estas maldades, porque no existe justificación para callarlas ni para que los culpables se vayan de rositas ni –lo que es peor- sigan ocupando el púlpito, el confesonario o la casa parroquial como guarida.

Me maravilla el ímprobo esfuerzo con el que cada víctima de abusos sexuales por parte de un miembro del clero, da a conocer las más horribles experiencias de su vida, el cara a cara con el más repugnante de los delitos, el callejón sin salida –en el caso que les refiero, una parroquia de Granada- al que le empujó el hambre vomitiva de un párroco y sus secuaces.

Ha tenido que ser el Papa, vértice entre los cristianos y el Cielo, mano entrelazada con la del mismo Jesús -fundador de este cuerpo universal de pecadores y santos-, el que recibiera el grito de socorro de la víctima, a la que aún le quedaba el hueco de esa última esperanza después de haber experimentado tantos desdenes por parte de quienes deberían haber actuado de inmediato. Ha tenido que ser el Papa el que ha ordenado la investigación del arzobispado, quien ha obligado a entregar el delito a la autoridad civil. Ha tenido que ser el Papa el que advierta que en la Iglesia –sobre todo en sus cargos de confianza, y qué es el sacerdocio sino la más grande dejación de confianza- no caben los abusadores, fanáticos de la sexualidad deshumanizada y canalla, monstruos que se valen de su condición clerical o religiosa –les ata la piedra de molino al cuello- para trazar el mapa del infierno.

  
Subscribe to RSS Feed