Cuántas veces le
habrá temblado el bolígrafo en las manos. Cuántas se le habrá nublado la
pantalla del ordenador al pulsear las teclas. Cuántas se habrá echado para
atrás, destruyendo el archivo, rasgando el papel en pedacitos, diciéndose que
para qué sacar el negro carbón que se quedó tan abajo, en lo más profundo del
alma.
Me conmuevo al
considerar lo mucho que le habrá costado reconocer que fue víctima cuando, en
su párvula inocencia, la voz del líder espiritual, del párroco, del sacerdote,
del profesor de religión, se hacían pasar por la voz del mismo Dios para
prostituirlo. Y me duele el inmerecido sentimiento de culpabilidad, la injusta vergüenza
por esos terribles recuerdos que nunca va a poder borrar.
Le preocupaba dañar
la institución a la que pertenece y a la que ama, la Iglesia, porque las
vejaciones las causaron aquellos que se servían del altar y la cruz, de los
sacramentos, como disfraz para sus crímenes. Y quiero hacer mías sus lágrimas a
causa de las voces autorizadas que le dijeron que lo que contaba no podía ser
cierto. Y que si lo era, mejor dejarlo donde estaba, en la pesadilla de sus
peores experiencias.
Juan Pablo II nos
enseñó en el año 2000 que la Iglesia tiene que pedir perdón, postrarse ante el
Crucificado y clamar piedad por los crímenes de sus hijos. También por este
tipo de maldades que, en familia, casi siempre se cubren (por desgracia) con el
velo del silencio. Especialmente estas maldades, porque no existe justificación
para callarlas ni para que los culpables se vayan de rositas ni –lo que es
peor- sigan ocupando el púlpito, el confesonario o la casa parroquial como
guarida.
Me maravilla el
ímprobo esfuerzo con el que cada víctima de abusos sexuales por parte de un
miembro del clero, da a conocer las más horribles experiencias de su vida, el
cara a cara con el más repugnante de los delitos, el callejón sin salida –en el
caso que les refiero, una parroquia de Granada- al que le empujó el hambre
vomitiva de un párroco y sus secuaces.
Ha tenido que ser
el Papa, vértice entre los cristianos y el Cielo, mano entrelazada con la del mismo
Jesús -fundador de este cuerpo universal de pecadores y santos-, el que
recibiera el grito de socorro de la víctima, a la que aún le quedaba el hueco
de esa última esperanza después de haber experimentado tantos desdenes por
parte de quienes deberían haber actuado de inmediato. Ha tenido que ser el Papa
el que ha ordenado la investigación del arzobispado, quien ha obligado a entregar
el delito a la autoridad civil. Ha tenido que ser el Papa el que advierta que
en la Iglesia –sobre todo en sus cargos de confianza, y qué es el sacerdocio
sino la más grande dejación de confianza- no caben los abusadores, fanáticos de
la sexualidad deshumanizada y canalla, monstruos que se valen de su condición
clerical o religiosa –les ata la piedra de molino al cuello- para trazar el
mapa del infierno.