23 nov 2014

"Hay un breve pasillo, flanqueado por cipreses, hasta el tapial del muro que separa el mar de los vivos del océano de los muertos". Qué quieren que les diga; me guardo la frase para el inicio de un relato breve o de una novela. A lo peor me faltan personajes: alguien que represente al náufrago en este mar de los vivos, al del océano de los muertos.
Cada vez que fallece un personaje público, los cipreses echan raíces en los pasillos de los hogares españoles. Sobre la moqueta, la alfombra, la loseta o el parqué caen las sombras de lanza de los árboles mortuorios y arrastran sus zapatillas de felpa las beatas, que rosario en mano se dirigen hacia la pantalla de la televisión para redimir con oraciones el alma por la que doblan las campanas.
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A lo peor nos faltan beatas; tanto han cambiado las cosas que hemos borrado la liturgia de los velatorios, en los que es excepcional que algún asistente saque un rosario. Para la mayoría es un collar de bolitas que los jóvenes se cuelgan del cuello como adorno de fin de semana, sin el significado ni la función que tiene desde los gloriosos tiempos de Lepanto (que en este caso no es el nombre de un coñac).
Se muere una estrella y las televisiones sacan la silla de anea a la calle, que en este caso es el salón, la cocina o el dormitorio en el que reina el televisor. Desde esa silla hay garantía de primera línea, como en la playa, para que no nos perdamos ni una sola lágrima, para que leamos en los labios de la familia y los allegados del difunto toda palabra de recuerdo y consuelo.
Me resulta curioso que en el patio de vecindad triunfen los duelos de la realeza y la aristocracia frente a los de las folclóricas y demás peinetas, pues en las penas de sangre azul apenas hay banda sonora de ayes, gritos ni aspavientos, sino rigor y contención. No es mala escuela.
Se murió la duquesa de Alba, lo que podría ser verso en una copla de los hermanos Quintero. La aristócrata de los aristócratas ha sido un referente de lo pintoresco, causa de rechifla, motivo de vodevil e imitación jocosa y hasta ofensiva a causa de sus haceres y decires un tanto disparatados. Tras el rigor mortis, los mismos comentaristas que la agredían la festejan como ejemplo de una libertad heroica, como si después de Manuela Malasaña y los protagonistas del Dos de Mayo que pintara Goya, retratista de la Casa, le correspondiera a doña Cayetana un tercer puesto por haber insistido –como los niños caprichosos- que siempre hacía lo que le daba la gana.
Poco me importa lo que la duquesa hiciera o no hiciera en su larga vida. En efecto, libre y capaz fue de ir y venir por donde quiso, de organizar su largo patrimonio como mejor le pareció, de tratar con los suyos con desdén o condescendencia, de gustarle el flamenco, los toreros y los modistas, de peinarse como un perro de lanas, de encadenarse a los tobillos toda clase de pulseras, de calzarse el biquini cuando el cuerpo hacía tiempo que no le acompañaba, de echarse un novio a la edad en las que otras comen purés en una residencia o de hacer de su rostro un permanente Halloween inexpresivo.
No tenía firmado la duquesa de Alba ningún contrato que le obligase a tal o cuál comportamiento. Por eso hizo de su capa un sayo para mayor gloria de la originalidad de su árbol genealógico, sin que tuviera la culpa de que ese tumor maligno al que llaman “prensa del corazón” nos la colara en nuestro día a día, pues no les había dado permiso. Del aspecto, la voz, la decrepitud, el comportamiento y hasta los andares de la noble señora era fácil y barato hacer un constante pimpampum con el que llenar los minutos de cualquier programa de baja estofa, de risa fácil, una anécdota burlesca que nos llevaba constantemente del palacio de Liria a la estación de Atocha, de la de Santa Justa al palacio de Dueñas y vuelta a empezar.
Recuerdo a la octogenaria defendiéndose de los flashes de las cámaras impertinentes, de los golpes de los micrófonos, de las preguntas idiotas cuando sus piernas no le permitían echar a correr o soltar una patada a quien estaba haciendo de ella un clown que no cobraba por sus números.
Pero ahora que la duquesa se ha muerto, los mismos que inventaron la rechifla cincelan una personalidad distinta, tal vez porque les avergüenza todo el daño que le hicieron.
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