1 nov 2014

Tenía doce o trece años cuando, por recomendación de un familiar, acudí a un cine de barrio acompañado por mi hermano mayor, decidido a ver “La noche de los muertos vivientes”, un clásico norteamericano del terror de bajo presupuesto, que se encontraba en todas las listas de los cinéfilos aficionados al género.
La película en cuestión es el origen de la mayoría de las cintas de zombis (menuda palabra fea) que se han estrenado hasta la fecha. Y como estamos hablando del blanco y negro de un lejano 1968, son muchas las que jalonan el recorrido de esos monstruos que abandonan el sueño en sus cómodas tumbas para buscar un poco de carne caliente que llevarse al gaznate, agujereado por la gusanada.
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Yo soy de fácil asustar. Ni mi mujer ni mis hijos se sientan a mi lado cuando se intuye que en una película habrá un repentino sobresalto. Como Mister Bean en el memorable capítulo en el que invita (¿invita?... No le creo capaz de semejante gesto) a su novia a presenciar un pase de terror, la súbita aparición del primer plano de un rostro deforme, el estallido no avisado de un chirrido de violín, un apagón… me hacen saltar en la butaca, escupir las piernas hacia la altura, bambolear los brazos y acelerar el ritmo de los latidos y de mi respiración.
“La noche de los muertos vivientes” fue para mí, como pueden adivinar, un suplicio desde la primera a la última escena. Unas veces hinqué las uñas en los reposabrazos de aquella sala tan incómoda -no fui capaz de abrir la bolsa de las palomitas (antes las vendían así, rancias y siempre frías)-, y otras las manos me sirvieron de defensa al horror de buena parte del metraje.
El regreso a casa fue todo un suplicio. Aquel cine –se llamaba “Barría”, inaugurado en los años cuarenta, de fachada sucia y paredes mal pintadas- estaba situado en el callejón de un barrio humilde, apenas sin iluminación, en el que las bolsas de basura arracimadas en cada portal y el hedor de las aguas (no en vano, la Ría bajaba, contaminada y espesa, a unos cientos de metros) evocaban el muladar de viejas civilizaciones, en los que córvidos y buitres daban buena cuenta de los cadáveres sin filiación.
Las calles adyacentes al “Barría” no eran, tampoco, campos de sueños: apenas transitadas en aquellas horas de la noche, los escaparates con luces macilentas, el olor a gato y los gatos que buscaban refugio debajo de los automóviles aparcados. Al llegar a casa, solté un suspiro liberador.
No creo en muertos vivientes. Mejor dicho, sí creo porque la fe que profeso se soporta en la vida eterna del alma y en la resurrección de los cuerpos, de la que Jesucristo es el principal valedor. Pero el gozo y la paz del hombre-Dios que regresa a la vida para anunciar nuestro dichoso destino, poco tiene que ver con esa fabulación trágica que acompaña a la muerte, en la que a los cadáveres andantes se suman almas en pena, fantasmas y todo tipo de lúgubres manifestaciones de las que la literatura nos ha legado una magnífica herencia, especialmente desde el Romanticismo, que dio una mano al amor y otra al pavor.
Tenía doce o trece años cuando acudí a aquella sala de proyecciones que, de por sí, parecía el escenario perfecto para que los muertos estuviesen en la fila de la cafetería (intermedio para cambiar de bovina, “Visite nuestro bar”), en el baño, por la escalera que subía a la platea, tras el cortinón de los palcos… Por aquel entonces –recién estrenada la década de los ochenta- nada sabíamos de Halloween, salvo por alguna decoración de calabazas y niños vestidos de bruja en distintas escenas de otros filmes norteamericanos. España, aislada en los primeros pasos de la Transición, socialista ella, con su rechazo a todo lo que oliese a franquismo, con la peste de la goma quemada por los bombazos de la ETA, con sus últimas películas del destape y el acabose del landismo, no necesitaba del truco o trato, ritornelo que no acabo de comprender, ni que los pequeños vistiesen a la guisa de diminutos demonios, ni que los mayores se embadurnaran el rostro de blanco, los labios de sangre “de mentira” y las uñas de una inquietante laca negra.
Ahora todo ha cambiado. Mis hijos no soportan la proyección de “La noche de los muertos vivientes” porque no les asusta, no tiene color, efectos especiales, cabezas decapitadas ni protagonistas desmesurados a lo Freddie Kruegger, que lo mismo te los topas en el cine, en una camiseta o en el Happy Meal de la hamburguesería.
Ahora que vivo como si las películas de miedo no existieran, Halloween es para mí una celebración insulsa, ajena y con un pellizco de estúpida perversión.
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