15 dic 2014


No soy coleccionista de estampas, ni siquiera marianas, pues no me gusta el intercambio de cromos religiosos, ni las paredes tachonadas con imaginería de todo jaez, en donde se mezclan los hitos del arte sacro con la vulgaridad relamida del beaterío.
Las que me regalan, amablemente las guardo en un cajón. Más adelante las utilizo como marcadores de mis lecturas, para lo que también me sirvo de recordatorios de natalicios, primeras comuniones, ordenaciones sacerdotales y hasta decesos. Cuando abro la novela en la que ando enfrascado, me topo con la Virgen de tal lugar; con una advocación muy querida por personas de distintos gremios, de ciudades y barrios por los que he pasado; con la patrona de un colegio, de una universidad o con la que recibe las oraciones recias y sencillas de una comunidad de clausura. En esos momentos, antes de enlazar las palabras leídas con las que me están aguardando, la figura, el rostro, el gesto, las manos de María –talladas, cinceladas o pintadas por un artista más o menos diestro- me ayudan a darle al placer de leer un nuevo sentido.

Hay personas que colocan en su automóvil la reproducción de su Virgen venerada, y los que escriben su advocación en el parasol del camión o del autobús, para que los demás conductores se hagan una idea del papel que la Madre de Dios ocupa en su vida. Otros salen a buscarla en las fiestas de cualquier romería, y también he visto -¿quién no?- a muchos hombres y mujeres, de todos los estratos sociales y culturales, que se postran ante la presencia de María para presentarle sus temores, sus dolores, sus miedos…. Para implorarle indulgencia ante el Hijo que a ella siempre escucha.

Todos ellos me da envidia porque en mi coche nunca me ha importado la naturaleza del señuelo, que es un aviso de la cercanía de lo sagrado. Unas veces he llevado una cinta que corresponde a la medida de la Virgen del Pilar, otras un pequeño imán de Nuestra Señora de Schoenstatt, un rosario y hasta un cartoncito que me ha recordado que no voy solo por calles y carreteras.

Hasta que conocí Tepeyac. El encuentro con la tilma milagrosa, con la presencia de María impresa en el humilde abrigo del indito rompió todos mis prejuicios, todos mis recelos, todas mis distancias frente a la piedad popular, que invita a conservar muchas y muy diferentes estampas, pues en todas ellas la gente humilde adivina el rostro de su madre, lo contempla, lo alaba, lo aprender a querer.
Nuestra Señora de Guadalupe contiene todo un curso de mariología. El rostro de la doncella refleja paz y servicio. Sus manos, entrega incondicional y actitud de oración. Su vientre, la más importante colaboración en la salvación de los hombres. El universo que la rodea, la esperanza de que junto a ella en todo se hará Justicia.


Pasar junto a su imagen me cambió. Por eso me acompaña ahora en el interior de mi cartera. Y sobre mi mesa de trabajo. Y en la cubierta de mi ordenador portátil.
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