El cristianismo es
fe de la afirmación porque no se sustenta en el miedo. Al final del camino
vital puede haber castigo, quién lo niega, pero no por voluntad de Dios sino del
hombre que se empeña, hasta el final, en dar la espalda a la felicidad. De este
modo, no es Satanás el que condena a las almas a sus infiernos –no tiene
atribución para ello- sino el pecador no arrepentido el que rubrica por voluntad propia el pasaje a
tan indeseable destino.
El cristianismo es
fe de la afirmación, insisto, pero es posible que los fieles del siglo XXI arrastremos
modos de pensar y de actuar cimentados en una actitud defensiva, que no es la
característica propia de la caridad.
Quienes no creen, nos
lo reprochan, y no pocas veces sin razón, quizás porque en nuestros cenáculos hablamos
más de la falta que del perdón, de la tribulación que de la alegría, de la
persecución –hoy sutil en España y en México, brutal en algunos países de
mayoría musulmana- que de la libertad, cuando perdón, alegría y libertad son
características fundamentales del cristianismo.
Si a resultas de
hacer balanza de nuestro actuar, el resultado se inclina hacia el apocamiento,
la prevención y una constante defensa contra el que piensa y actúa de modo
diferente, deberíamos considerar si nuestro compromiso es una mala caricatura de
la soltura con la que Jesús y los santos se han movido por la Tierra, abriendo
su corazón y su hogar a hombres y mujeres a los que nosotros (por una mal
entendida prudencia) ni siquiera permitiríamos limpiarse los pies en el felpudo.
Lo mejor que tienen
las biografías de los santos son esos pasajes que narran su relación con el
mundo, ese mundo que, no nos engañemos, en todas las épocas parece más cerca de
las sombras que de la luz. No hay un solo caso en el que el beato o el santo,
la beata o la santa, hayan escondido su condición de Hijos de Dios, lo que
conlleva un vivir sin prejuicios, aceptando a los demás sin preguntarles antes
por sus afiliaciones, poniendo cuidado, tan solo, en que su acogida no ofendiese
a Dios.
Cuando se vive con
Jesús en el corazón no caben medias tintas: el Amor se entrega sin condiciones
ni disfraces. Por eso resulta especialmente atractiva la capacidad de los
últimos Papas para anudar lazos de verdadera amistad con personas agnósticas, para
entenderse con autoridades religiosas de otras confesiones, para escuchar con
atención los argumentos de quien piensa distinto, para explicar la doctrina de
la Iglesia sin intención de imponer sino de proponer.
La Iglesia no demanda
cristianos con las lanzas en ristre sino con los brazos abiertos, hombres y
mujeres que sin renunciar a una sola coma del castillo de su fe, abran puertas
y ventanas, tiendan puentes y ofrezcan las tiendas instaladas en el patio para
que el prójimo se sienta atendido (que no juzgado), querido (que no utilizado),
amigo (que no conocido).