Una de las escenas
más impactantes de la historia del cine es aquella que interpreta Robert de
Niro cuando, caracterizado como Al Capone en “Los Intocables de Eliot Ness” y
ataviado con un impoluto smoking, pasea bate de béisbol en mano mientras regala
un ocurrente discurso sobre este deporte a sus correveidiles, el puñado de
responsables de sus bandas de extorsionadores. Uno de ellos, por lo visto, le
ha traicionado, y cuando el palmero del rey de los gánsteres menos se lo
espera, Al Capone le revienta el cráneo para espanto de la concurrencia que,
sin embargo, ni se levanta de la mesa en la que está cenando ni hace un solo
gesto para detener la furia salvaje del famosísimo delincuente.
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El béisbol, que es
deporte nacional en los Estados Unidos de Norteamérica -en donde nuestro fútbol
empieza a abrirse paso-, parece un ejercicio ocioso con el que entretener a los
millones de espectadores que llenan los estadios durante la temporada, así como
a los que lo disfrutan a través de la televisión. El problema es que mueve
muchos millones de dólares en todos los conceptos (fichajes, entrenadores,
árbitros, espónsores, apuestas, derechos de televisión, venta de gorras y otros
complementos, así como un larguísimo etcétera), por lo que no es difícil adivinar que detrás del inocente vuelo de la
pelota y de la pericia para golpearla y sumar carreras, se esconde más de un
trapicheo.
Trapicheos también tiene
el fútbol, como cualquier otro espectáculo de masas. Basta pensar en los
anuncios de calzoncillos y otras prendas que protagonizan los ases del balón,
dedicación que a todas luces es ajena a su habilidad a la hora de marcar goles.
Podríamos dejarlo aquí. Es más, deberíamos dejarlo aquí, o en la difusión de la
vida privada de los jugadores, o en la suma de tantos minutos estúpidos como
copan en televisión, también los presidentes, entrenadores, árbitros y
linieres, que con la complicidad de la industria audiovisual han convertido
este deporte en auténtico opio para un pueblo cada vez más idiota, necesitado
de la banalidad de hurgar en la basura de sus ídolos del balompié para esculpir
mitos y demonios, casi siempre a partes iguales.
Lo de Al Capone, de
ser cierto, ocurrió hace ya muchos años, tantos que suena a leyenda negra, a
salvajismo propio de unos tiempos que se nos antojan prehistóricos. Hoy el
deporte es otra cosa, especialmente el deporte rey: un álbum para los niños en
el que pegar los cromos con las alineaciones que componen los equipos que se
enfrentan en cada liga; una excusa con la que reunir a los amigos frente al
televisor; una colorida lluvia de banderas; el festivo recibimiento al equipo
que se lleva cada una de las copas (a mí, que no me interesa el invento, se me
antojan tan infinitas como cansinas).
Ojalá fuera así.
Sin embargo, insisto, el fútbol es, sobre todo, un negocio. Y se me antoja que
un sucio negocio que en nada recuerda a esos tiempos en el que lo practicaban
los universitarios durante los fines de semana (eran los jugadores oficiales de
los equipos de relumbrón), ni a esas figuras de leyenda cuyas jugadas forman
parte de los mejores momentos de la retransmisión en directo por radio y
televisión. El fútbol huele a reunión de despacho con pistola sobre la mesa, a
intercambio de maletines, a suma de deudas y favores, a pactos con unos y con
otros, a venganzas, a amores desmedidos y a odios irracionales.
Los aficionados
deberían rebelarse de una vez contra el mercantilismo que prostituye la noble
pasión por un deporte que les une, les descansa, les motiva y les hace soñar.
Contra el protagonismo de los fichajes. Contra los comportamientos de los
jugadores fuera del campo, que hacen de cada paso que dan una máquina
registradora, contra el apoyo irracional hacia un escudo y una camiseta, así
como contra el ataque irracional hacia los colores del equipo contrario, pues
elimina toda la bondad de este pasatiempo para convertirlo en una diversión de
descerebrados, de salvajes que todas las semanas precisan de noventa minutos –más
el tiempo de prólogo y de epílogo- para sacar de las entrañas una bestia
repugnante.
Además están los
muertos, y las peñas que mezclan fútbol con ideologías bárbaras, un cóctel
explosivo que también forma parte de la corrupción que ha provocado la mercantilización
de este deporte. Al Capone también se cobraría así sus deudas: rompiendo la
crisma a más de un desgraciado para, después, lanzarlo al río.