15 dic 2014

Ceaucescu pasó de cazar osos a manchar un tapial con su sangre y la de su mujer. Para mayor escarnio del bárbaro dictador, anfitrión de los eurocomunistas de peluquín y Viernes Santo, enseguida circularon las imágenes del matarile, lire, lire…, un horror que enardeció en alegría a las mismas masas que, apenas unas semanas atrás, lloraban de arrobo al verle pasar por las calles de Bucarest en un tanque blindado por el acero y la guardia roja. Algo similar le ocurrió al Duce, que pasó del entusiasmo con el que la multitud coreaba su apellido musical, el brazo derecho bien extendido hacia una prometida grandeza, a aplaudir las fotografías en las que aparecía muerto y colgado cabeza abajo junto a su amante, como reses en canal. Por no hablar de Napoleón, el hombre que muchos han considerado envés de la divinidad mundana, la cabeza de todas las logias habidas y por haber, que se dio el gusto de aplastar con el tacón la alegría de los cartones de Goya, de acogotar Europa con una carambola de guerras para mayor gloria no de Francia sino de su enanísima majestad imperial.

A Franco, que era un dictador de andar por casa, no le correspondía un final con pirotecnia, un volver a los muros de la Casa de Campo para fusilarlo al amanecer, un entierro en la fosa común de Paracuellos, un ahorcamiento con uno de los larguísimos collares de perlas de su señora esposa. Por eso murió en la cama. En una UVI, mejor dicho; la muerte retenida mediante toda clase de maquinaria de última generación. La venganza vino con muchos años de retraso, nocturnidad y alevosía, mientras los políticos de toda la vida homenajeaban al eurocomunista de la peluca, jarana a la que se sumó incluso el viejo Rey mediante afectuosa misiva. Dicen que aquella noche Víctor Manuel se abrazó a Joaquín Sabina frente a la grúa que arrancaba del pedestal la estatua ecuestre del Caudillo, y que lloraron a moco tendido con la seguridad, por fin, de haber ganado esa Guerra en la que no pudieron participar porque ni siquiera habían nacido.

Son las cosas del querer. O del malquerer del pueblo, que una mañana inundó las calles de la hoy separatista Barcelona para aclamar a Cristina e Iñaki durante su fastuoso recorrido nupcial, golpeándose las señoras en las costillas para intercambiar pareceres sobre el muchacho, que les pareció alto, bien parecido y de mirada inteligente (vamos, el partido que ellas hubiesen querido para sus hijas), una bicoca para la Infanta, que se casaba por amor, sin negociaciones entre palacios, y que les evoca a la Sisí que el día anterior echaron por la tele. Malquerer del pueblo, que hoy, visto lo visto, ha fabricado un monigote al que llaman Urdangarín, para que los niños lo pateen y lo muerda el perro.

Don Iñaki no ha salido bueno, como a veces ocurre con el melón. Aprovechándose del armiño y la corona pasó el cazo a todo político pelotillero que se le pusiera a tiro. Incluso pintó su invento con la estructura jurídica de una oenegé (el deporte siempre unido a la solidaridad, ya saben), informe va, informe viene, aunque fuesen dos folios con las instrucciones de una maquinilla de depilar. Mal, muy mal. Y mal también Doña Cristina, que o bien no acertó a entender el origen de aquellos negociados tan lucrativos, o bien consideró que tan bonito matrimonio tenía patente de corso.

Iñaki Urdangarín está preso en un lodazal del que no va a poder salir. Su nombre apenas vale un real y su fama, ganada a contratos, es pasto de las bestias. Incluso de las torceduras afectivas que deberían formar parte de su privacidad y de la de su paciente esposa, se ha hecho pan y circo para la gleba. Han retirado su nombre allí donde antes encabezaba cualquier listado de prestigio y a falta de estatuas ecuestres sus allegados le recomiendan que no ponga un pie en España.

Por si fuera poco, su proceso forma parte del espectáculo carpetovetónico de esta España en la que aún quedan letreros que “por higiene” prohíben escupir o lavarse los pies en los aseos públicos, para mayor gloria del juez y del fiscal, que como en la final de un campeonato de tenis hacen que los espectadores muevan la cabeza de uno al otro, del otro al uno, al compás de sus ocurrencias.


A falta de guillotina (que es con lo que afeitaron a los reyes del Antiguo Régimen), se le piden diecinueve años y seis meses en el talego, el mismo talego que los asesinos de la ETA, los violadores, los pedófilos, los maltratadores, los parricidas… abandonan mientras nos hacen una peineta a quienes formamos el objeto de sus delitos. La proporcionalidad, está visto, no existe para el espectáculo judicial.
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