Ceaucescu pasó de
cazar osos a manchar un tapial con su sangre y la de su mujer. Para mayor
escarnio del bárbaro dictador, anfitrión de los eurocomunistas de peluquín y
Viernes Santo, enseguida circularon las imágenes del matarile, lire, lire…, un
horror que enardeció en alegría a las mismas masas que, apenas unas semanas
atrás, lloraban de arrobo al verle pasar por las calles de Bucarest en un
tanque blindado por el acero y la guardia roja. Algo similar le ocurrió al
Duce, que pasó del entusiasmo con el que la multitud coreaba su apellido
musical, el brazo derecho bien extendido hacia una prometida grandeza, a aplaudir
las fotografías en las que aparecía muerto y colgado cabeza abajo junto a su
amante, como reses en canal. Por no hablar de Napoleón, el hombre que muchos
han considerado envés de la divinidad mundana, la cabeza de todas las logias
habidas y por haber, que se dio el gusto de aplastar con el tacón la alegría de
los cartones de Goya, de acogotar Europa con una carambola de guerras para
mayor gloria no de Francia sino de su enanísima majestad imperial.
A Franco, que era
un dictador de andar por casa, no le correspondía un final con pirotecnia, un
volver a los muros de la Casa de Campo para fusilarlo al amanecer, un entierro
en la fosa común de Paracuellos, un ahorcamiento con uno de los larguísimos
collares de perlas de su señora esposa. Por eso murió en la cama. En una UVI,
mejor dicho; la muerte retenida mediante toda clase de maquinaria de última
generación. La venganza vino con muchos años de retraso, nocturnidad y
alevosía, mientras los políticos de toda la vida homenajeaban al eurocomunista
de la peluca, jarana a la que se sumó incluso el viejo Rey mediante afectuosa
misiva. Dicen que aquella noche Víctor Manuel se abrazó a Joaquín Sabina frente
a la grúa que arrancaba del pedestal la estatua ecuestre del Caudillo, y que
lloraron a moco tendido con la seguridad, por fin, de haber ganado esa Guerra
en la que no pudieron participar porque ni siquiera habían nacido.
Son las cosas del
querer. O del malquerer del pueblo, que una mañana inundó las calles de la hoy
separatista Barcelona para aclamar a Cristina e Iñaki durante su fastuoso
recorrido nupcial, golpeándose las señoras en las costillas para intercambiar
pareceres sobre el muchacho, que les pareció alto, bien parecido y de mirada
inteligente (vamos, el partido que ellas hubiesen querido para sus hijas), una bicoca
para la Infanta, que se casaba por amor, sin negociaciones entre palacios, y
que les evoca a la Sisí que el día anterior echaron
por la tele. Malquerer del pueblo, que hoy, visto lo visto, ha fabricado un
monigote al que llaman Urdangarín, para que los niños lo pateen y lo muerda el
perro.
Don Iñaki no ha
salido bueno, como a veces ocurre con el melón. Aprovechándose del armiño y la
corona pasó el cazo a todo político pelotillero que se le pusiera a tiro.
Incluso pintó su invento con la estructura jurídica de una oenegé (el deporte
siempre unido a la solidaridad, ya saben), informe va, informe viene, aunque fuesen
dos folios con las instrucciones de una maquinilla de depilar. Mal, muy mal. Y
mal también Doña Cristina, que o bien no acertó a entender el origen de
aquellos negociados tan lucrativos, o bien consideró que tan bonito matrimonio
tenía patente de corso.
Iñaki Urdangarín
está preso en un lodazal del que no va a poder salir. Su nombre apenas vale un
real y su fama, ganada a contratos, es pasto de las bestias. Incluso de las
torceduras afectivas que deberían formar parte de su privacidad y de la de su
paciente esposa, se ha hecho pan y circo para la gleba. Han retirado su nombre
allí donde antes encabezaba cualquier listado de prestigio y a falta de
estatuas ecuestres sus allegados le recomiendan que no ponga un pie en España.
Por si fuera poco,
su proceso forma parte del espectáculo carpetovetónico de esta España en la que
aún quedan letreros que “por higiene” prohíben escupir o lavarse los pies en
los aseos públicos, para mayor gloria del juez y del fiscal, que como en la
final de un campeonato de tenis hacen que los espectadores muevan la cabeza de
uno al otro, del otro al uno, al compás de sus ocurrencias.
A falta de
guillotina (que es con lo que afeitaron a los reyes del Antiguo Régimen), se le
piden diecinueve años y seis meses en el talego, el mismo talego que los
asesinos de la ETA, los violadores, los pedófilos, los maltratadores, los
parricidas… abandonan mientras nos hacen una peineta a quienes formamos el
objeto de sus delitos. La proporcionalidad, está visto, no existe para el
espectáculo judicial.