Pobre Platero, con tu
cuerpo de algodón y esos ojos que parecen escarabajos de azabache. No sabías que
no me van los aniversarios, tampoco el de tus cien primeros años, que se han
pasado sin yo advertirlo.
Aquellos que nacéis
cuajados de dones se merecen el homenaje de todos los días, no el de los
números redondos. ¿No sabes, Platero, de orejas lanudas y suaves, que cada vez
que nace o se pone el sol, hay alguien –a lo largo y ancho de este planeta en
el que no se acaba la primavera- que abre las páginas del librito que narra tus
andanzas? Mi querido asno, has eternizado los colores de Moguer, de cualquier
Moguer que llevemos en la bodega que conserva lo mejor de la infancia, y eso
que Platero –lo siento, Juan Ramón- no eres un burrito para niños, al menos no
para los niños de hoy.
Quisiera ser como
tú, llegar a los cien años sin comprender en qué consiste el paso del tiempo,
pollino de esqueleto de alambre y perfil infantil, los cascos apenas una
pincelada, la testuz rizada, con pelo de invierno, los hocicos locos por olerlo
todo, convencido de que el mundo sólo trae aromas deliciosos, como de barquillo
y azúcar.
Te veo, travieso,
cocear el aire, embestir a la cabrita, golpear el suelo al compás de los
tambores de los gitanos. Te veo, Platero, morir una y otra vez, robarme la pena
una y otra vez, obligarme a buscarte por las cuadras vacías de ese libro
humilde y tan poderoso. No me canso de buscarte. ¿En dónde estás Platero? Temo
que con tus cien primeros años, has decidido marcharte para siempre.