Qué voces tienen
que dar los actores en el teatro, para que se les escuche desde el gallinero.
También sus movimientos son más acusados que los que realizan fuera de las
tablas, así como sus gestos; la mímica resuelve la comedia y el drama. Por eso,
tal vez, no me convence el espectáculo, pues tardo en entrar en harina, en
entender ese constante entrar y salir de escena, como si existiera una prisa
enloquecida por decir y hacer lo que hay que decir y hacer en el tiempo marcado
por el texto.
En el teatro muchas
veces se muere. Si el actor es de categoría, los espectadores siente su vacío,
su ausencia temporal, hasta que cae el telón y consiguen sacarlo del frío de la
tumba a fuerza de aplaudir. Creo que Amparo Baró moría en aquella obra en la
que compartía cartel con Julia Gutiérrez Caba. No me convenció el libreto, pero
me fascinaron las voces de aquellas dos actrices, a las que no me importaría
escuchar una vez y otra. Eran voces con prestancia, hondas, que solo con pronunciar
la más humilde de las palabras parecían ennoblecer nuestra lengua, cargada en
sí de alcurnia.
La Baró era,
además, muy divertida en sus ademanes, en la rapidez de sus visajes y hasta en
su gesto duro, de eterna cascarrabias. Una actriz de carácter, pero de ese
carácter que, a pesar de su rudeza, despierta ternura.
Confesaba Amparo
Baró que cuando salía de gira le gustaba pasar por las iglesias, esconderse en
las sombras y mirar a Dios cara a cara. Me hubiese encantado oír la dicción de
sus oraciones.