6 feb 2015

Nunca he conocido a un griego. Sí al hijo de una mujer griega que se casó con un español. Mi amigo tiene un segundo apellido repleto de musicalidad helena, pero no se siente griego sino andaluz, pues en el sur de España vino al mundo y allí ha vivido durante muchos años. Tampoco su perfil está cortado con los rasgos de los monigotes con los que el genial Uderzo hizo encontrarse a su héroe, Astérix, en aquellas Olimpiadas del mundo antiguo. Su aspecto es más bien el de un sureño feliz.
Y si no he conocido nunca a un griego, la mayoría de los españoles tampoco. Al fin y al cabo no dejo de representar al españolito medio (esa clase que antes viajaba en 600 y ahora lo hace en un utilitario de firma coreana), por más que el españolito medio esté más viajado que antaño y pueda intercambiarse emails con personas de muchos rincones de la tierra, admitir amigos virtuales en su página de Facebook. Pero no a los griegos, que hacen uso de un alfabeto con una grafía que ya no se estudia –en su versión clásica- en nuestro bachillerato.
Tengo conocidos que han pasado una semana en un “paquete combinado” (así lo llaman) que incluía las ruinas de Atenas con alguna isla en aquel mar de tonos añiles. Me hablaron muy bien de las islas, de la costa de pinos, y no tanto del Partenón. No es que no les gustaran las piedras sino que el arte se confunde con el guirigay de la caótica ciudad que lo abraza. Además, está todo medio expoliado por los europeos, cuando Grecia no se consideraba –por mucho que lo dijeran los mapas- parte de este viejo Continente.
Insisto; de Grecia y los griegos podemos decir poca cosa. No forman parte de los turistas que nos visitan ni de los chistes en los que colocamos a tipos de varias nacionalidades que, claro, pierden siempre frente al español.
Grecia se quedó varada en los años de colegio. Como por la Filosofía pasamos de puntillas, Platón, Aristóteles y demás amigos formaban la troupe de los pelmazos que perdían el tiempo con ensoñaciones que no llegaban a ningún lugar. Lo mismo sus autores teatrales y hasta los héroes de su literatura, tan lejana. Y qué decir de su arquitectura, tres órdenes de columnas y frisos que nada tienen en común con el piso en colmena ni con el adosado. Por no hablar de su escultura según la recrearon los artistas romanos, o de su pintura desmigada en chachitos.
La imagen de Grecia es la del recién finado Demis Roussos y sus túnicas lisérgicas, el queso desaborío y una vieja que en los anuncios de televisión soltaba aquello del “jroña que jroña”. Los trinos de Nana Mouskouri también venían de aquellos lares, así como el despendole de una corrupción que deja en nada a las tarjetas opacas de Caja Madrid.
Sin embargo ahora las cosas son distintas. Rajoy y los demás presidentes nacionales son una sombra frente al monstruo europeo, ese areópago enclavado en la ciudad de Tintín donde se decide todo sin que casi ningún ciudadano se entere, que es el modo más efectivo para hacer con la sociedad lo que a los poderosos se les antoje.
En Bruselas, en donde todo se mide en billones de euros, Grecia se ha convertido en un grano supurante por el que se escapa la tan traída sociedad del bienestar. Por eso nos hablan a todas horas de un país que apenas nos pasaba por la cabeza, de sus desplomes en la bolsa, de la deuda que no piensa devolver, del impronunciable nombre de su nuevo presidente y de su banda de ministros, así como de las pedorretas que le lanzan a la Merkel.
Grecia es una pesadilla –afirman-, el rodillo que pueden llegar a aplastar los esfuerzos por recuperar la macroeconomía y los ahorros domésticos.

Me pregunto si no será el momento de visitar semejante parque de atracciones.
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