Nunca he conocido a
un griego. Sí al hijo de una mujer griega que se casó con un español. Mi amigo
tiene un segundo apellido repleto de musicalidad helena, pero no se siente
griego sino andaluz, pues en el sur de España vino al mundo y allí ha vivido
durante muchos años. Tampoco su perfil está cortado con los rasgos de los
monigotes con los que el genial Uderzo hizo encontrarse a su héroe, Astérix, en
aquellas Olimpiadas del mundo antiguo. Su aspecto es más bien el de un sureño
feliz.
Y si no he conocido
nunca a un griego, la mayoría de los españoles tampoco. Al fin y al cabo no
dejo de representar al españolito medio (esa clase que antes viajaba en 600 y
ahora lo hace en un utilitario de firma coreana), por más que el españolito
medio esté más viajado que antaño y pueda intercambiarse emails con personas de
muchos rincones de la tierra, admitir amigos virtuales en su página de Facebook.
Pero no a los griegos, que hacen uso de un alfabeto con una grafía que ya no se
estudia –en su versión clásica- en nuestro bachillerato.
Tengo conocidos que
han pasado una semana en un “paquete combinado” (así lo llaman) que incluía las
ruinas de Atenas con alguna isla en aquel mar de tonos añiles. Me hablaron muy
bien de las islas, de la costa de pinos, y no tanto del Partenón. No es que no
les gustaran las piedras sino que el arte se confunde con el guirigay de la caótica
ciudad que lo abraza. Además, está todo medio expoliado por los europeos,
cuando Grecia no se consideraba –por mucho que lo dijeran los mapas- parte de
este viejo Continente.
Insisto; de Grecia
y los griegos podemos decir poca cosa. No forman parte de los turistas que nos
visitan ni de los chistes en los que colocamos a tipos de varias nacionalidades
que, claro, pierden siempre frente al español.
Grecia se quedó
varada en los años de colegio. Como por la Filosofía pasamos de puntillas,
Platón, Aristóteles y demás amigos formaban la troupe de los pelmazos que
perdían el tiempo con ensoñaciones que no llegaban a ningún lugar. Lo mismo sus
autores teatrales y hasta los héroes de su literatura, tan lejana. Y qué decir
de su arquitectura, tres órdenes de columnas y frisos que nada tienen en común
con el piso en colmena ni con el adosado. Por no hablar de su escultura según
la recrearon los artistas romanos, o de su pintura desmigada en chachitos.
La imagen de Grecia
es la del recién finado Demis Roussos y sus túnicas lisérgicas, el queso
desaborío y una vieja que en los anuncios de televisión soltaba aquello del “jroña que jroña”. Los trinos de Nana Mouskouri también venían de aquellos
lares, así como el despendole de una corrupción que deja en nada a las tarjetas
opacas de Caja Madrid.
Sin embargo ahora
las cosas son distintas. Rajoy y los demás presidentes nacionales son una sombra
frente al monstruo europeo, ese areópago enclavado en la ciudad de Tintín donde
se decide todo sin que casi ningún ciudadano se entere, que es el modo más
efectivo para hacer con la sociedad lo que a los poderosos se les antoje.
En Bruselas, en donde
todo se mide en billones de euros, Grecia se ha convertido en un grano
supurante por el que se escapa la tan traída sociedad del bienestar. Por eso
nos hablan a todas horas de un país que apenas nos pasaba por la cabeza, de sus
desplomes en la bolsa, de la deuda que no piensa devolver, del impronunciable
nombre de su nuevo presidente y de su banda de ministros, así como de las
pedorretas que le lanzan a la Merkel.
Grecia es una
pesadilla –afirman-, el rodillo que pueden llegar a aplastar los esfuerzos por
recuperar la macroeconomía y los ahorros domésticos.
Me pregunto si no
será el momento de visitar semejante parque de atracciones.