A las señoras les
entraban unos calores pseudomenopáusicos mientras pasaban las páginas del libro verduscón, una vuelta de tuerca a
aquellas fotonovelas de los setenta en la que aparecían galanes de pelo en
pecho (era la época de los Bee Gees, en la que el hombre que no tuviera
prestancia de oso no se atrevía a pasear por la playa) en la cama junto a
lindezas de permanente a lo Báccara. Lo grave del asunto es que, mientras las
noveluchas de quiosco apenas llegaban a las cincuenta páginas y –en un gesto de
cierta elegancia- dejaban las escenas tórridas a la capacidad imaginativa de la
lectora, lo de las “Cincuenta sombras” roza las dos mil de polvos y carretas a
todo lujo de detalle, algo que no soportarían ni los libidinosos mandriles del
zoológico de la Casa de Campo.
El éxito de las “sombras”
no nos cogió de sorpresa, pues el espectáculo del sexo es una de las máquinas
más eficaces para hacer dinero en las sociedades desencantadas. Ante la falta
de alicientes, frente a la imaginación obturada y la escasez de ideales, es
fácil que la fogosidad imposible de unos personajes de papel anime a lectoras y lectores a buscar algún consuelo
para su afectividad insatisfecha.
Una corbata, una
máscara y un par de esposas fueron el reclamo del que ahora se sirve el cine
para contarnos la historieta de una señorita que anhela que la sometan a todo
tipo de humillaciones y la de un señorito al que le gusta arrear fustazos
porque entiende que las mujeres no son sino mulas. Didáctica del sexo le llaman
al asunto…