La vida profesional
de un matador de toros, según la impresión del aficionado, siempre es breve. Lo
fue, incluso, la larguísima trayectoria de Curro Romero. Y hasta la de
Antoñete. Al fin de cuentas, el aficionado vive sujeto al abono de su plaza
-que le cuesta riñón y medio- y de sus contadas ferias (si es que tiene la
suerte de curiosear por otros cosos). ¿Cuántos paseíllos por torero, plaza y
año?... Uno, dos, tres a lo sumo. Y hasta cinco en el caso de Curro, cuando la
Feria se planteaba de otra manera y la Maestranza era más Baratillo que nunca,
en vez de un ruedo sin imaginación que cierra sus carteles de toda la temporada
en el mes de marzo, indiferente a los avatares de los diestros por las plazas
de toros de España y Francia.
Morante no toreó el
año pasado. Morante no va a torear tampoco en 2015. Seis ocasiones menos para
verle ante la incógnita de doce toros, en los que en un diestro de arte en
plena sazón podría dibujar caireles y espantás
para que las paladeemos durante el invierno. Qué dolor. Qué injusticia para la
afición que lo descubrió, encumbró y que lo espera, siempre lo espera.
Desde que tengo uso
de razón escucho, en boca de los que se sientan en los tendidos, que la Fiesta
se acaba. Nunca me lo he tomado en serio, pues el aficionado peca de nostalgia
y pesimismo. Sin embargo, lo de la empresa, los maestrantes y el torero de la
Puebla no tiene perdón, por la salud de este espectáculo que sobrevive gracias
a la autenticidad y al que tanto daño hace el cálculo de unos, otros y los de
más allá.