Aún colean las
palabras de Francisco a los periodistas que le acompañaron en su vuelo de
regreso a Roma, después del viaje pastoral a Sri-Lanka y Filipinas. Contundente
como acostumbra, a la vinculación entre pobreza y población, el Papa soltó que
pasar ser buen católico no hay que tener hijos como los conejos.
En la ambigüedad de
este mundo (en España hace tiempo que no es posible el relevo generacional), que
ha desechado la vinculación entre amor y fecundidad, la opinión del Papa
–comprensiblemente matizada, pues en su ánimo no estaba ofender a quienes han
formado una familia más que numerosa, elemento fundamental para entender muchos
detalles del mensaje cristiano-, sus palabras han desatado todo tipo de chistes
de segunda y tercera intención, dirigidos a poner en tela de juicio –una vez
más, ¡qué aburrimiento!- la doctrina de la Iglesia respecto a la sexualidad.
Es difícil dialogar
con quienes reducen el cristianismo a lo que puede suceder en el interior de
una alcoba. Los que se niegan a alzar los ojos por encima de esta estrecha
visión del asunto, caricaturizan la fe hasta pretender que junto a cada lecho
esté apostado, no sé, un cura que lleve un semáforo de luz verde, ámbar y roja.
Los hijos son una
riqueza, un regalo inmerecido para los padres, un milagro para el mundo en toda
ocasión, también cuando han sido engendrados por imprudencia y hasta por
violencia, ya que a ellos no se les puede achacar la oportunidad de su origen.
Los hijos son, en las sociedades opulentas como en las paupérrimas, testimonio
de esperanza. Los hijos son, hasta en el peor de los casos, lo mejor de la
vida.
Por eso me encanta
la respuesta del Papa, aunque suene a exabrupto, pues recoge mi sentir cuando
quien juzga desde una pretendida superioridad, denosta la inteligencia y el libre
albedrío del cristiano que –pobre o rico- es padre o madre. Un cristiano, salvo
que tenga pocas luces (y entonces el problema no tiene relación con su religión
sino con sus limitadas capacidades intelectuales), debe de ejercer el don de la
paternidad, de la maternidad, como un amor de dación (de darse al otro, a aquel
con el que se ha convertido en una sola carne), con la responsabilidad que
contempla a los hijos como hijos de Dios y, en ningún caso, como conejos,
mamíferos que van sumando camadas sin tomarse un momento de descanso, hasta
convertir los campos en una plaga.
La paternidad
responsable no exige un número de hijos a ningún matrimonio. No sería lícito
que una tercera persona (pongan un sacerdote, si les hace ilusión) le dijera al
esposo o a la esposa cuántos deben tener o cuándo es el momento apropiado para
repetir la experiencia de la maternidad, ya que cada hijo es un bien en sí
mismos, con una dignidad que está muy por encima –de hecho, nada tiene que ver-
del número.