El cine español se
quitó el disfraz político y se nos hizo amable. Una vez arrancadas las
pegatinas, los eslóganes, los desaires, los gestos circunspectos, los puños en
alto, la interpretación innecesaria, el discurso forzado y político en el atril
donde se entregan premios, donde se recogen premios… brilló la luz mágica de
los focos sobre la alfombra de un Madrid polar, el fuego de las lentejuelas, el
color de las telas de imposible memoria, la competición de escotes como
gargantas y de piernas más largas que una secuoya secular –maldito sea, ser actriz
y no levantar un palmo del suelo-.
Por unas horas, el
escenario del teatro huele a cinta Super-8, a cuidado que se quema, que ya se
quemó y en el acetato chisporrotea una mancha que emborrona la mueca de Charlot,
habrá que cortar y pegar, apenas unos minutos en cabina, el tiempo para prenderse
un cigarro y recolocar las posaderas en la butaca de sesión continua, qué
incómoda, me deja pasar, cuidado que se me cae el abrigo al suelo…
Antes de esta
edición de los Goya rascaron las últimas salpicaduras de chapapote, las sombras
que aún quedaban de los fantasmas de una guerra y las palabras gruesas contra
las autoridades. Ya sé que reivindicaron la supresión del IVA, que eso va en el
sueldo de la próxima película. Yo tampoco quiero impuestos en mis gastos
habituales, pero no dispongo de un ambón.
Dicen que ganó “La
isla mínima”, pero sabemos que fue una de andaluces y vascos la que obró el
milagro de devolver al espectáculo que mantenemos entre todos su única misión:
entretener.