Roald Dhal –el
autor de “Charlie y la fábrica de chocolate”, además de otras celebradísimas
novelas para niños- convierte la codicia en la razón humorística de muchos de
sus cuentos para adultos. Es tan mendaz la interpretación que hacen del mundo
aquellos que viven pendientes sólo de sus caudales, que el escritor británico
acaba por dibujarlos con un perfil que provoca una mezcla de risa y tristeza.
Quienes, por las razones que sean, ven cómo se sobredimensionan sus ganancias,
nunca suelen conformarse con los muchos ceros que les caen de las nubes. Quieren
más, más, siempre más… como si el avaro sufriera el hambre insaciable de un
niño de Biafra.
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La avidez de estos
ricos que dejan de lado todo principio con tal de incrementar su patrimonio,
tiene un halo de mal gusto. Es una glotonería que causa repugnancia, una
voracidad carroñera que me lleva a considerar las pinturas de Valdés Leal en la
iglesia del Hospital de la Caridad, allí donde se amortaja a los muertos con
una pobreza serena y bella. El artista sevillano indaga en los estragos de la
muerte, que arrasa el cuerpo de los poderosos –enterrados con la pompa que
merecen sus méritos terrenales- con la misma desolación que emplea con aquellos
que acaban sus días sin un real. Si los honores, las mejores mesas en los más
caros restaurantes, las bellas amantes (siempre mucho más jóvenes que el
millonario), las tarjetas sin límite de cargo, las cuentas en paraísos fiscales
y demás zarandajas desembocan en una gusanera, ¿no sería mejor pasar por la
vida intentando ser honrado?
No me sirve la
excusa de que les mueve dejar algo a los hijos, como si los hubiesen engendrado
con una tara por la cual no pueden ganarse honradamente los garbanzos. Sting,
en famoso cantante, ha preferido desheredarlos para que no se adocenen con la
sopa boba.