No se ha inventado
oficio más negro que el de verdugo. En aquella España carpetovetónica, que no
fue sólo la de Franco (al general de El Ferrol le lanzamos todas las mondas de
la patria, como si su memoria fuese un muladar), a los condenados a la pena
capital se les daba matute sin que ninguna liga se manifestara a las puertas de
la cárcel. En la calma de una mañana de domingo, el ceniciento verdugo –¡qué
bien lo contó Berlanga sobre aquel texto escrito a cuatro manos con Rafael
Azcona!- se encargaba de engrasar el garrote vil para que la palanca no se
atorara delante del juez, del alcaide y del sacerdote, en un gesto de respeto
al condenado, a pesar de que con el capuchón no podría hacerse una idea de las
tácticas estrangulantes de aquel
triste funcionario.
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Lo que para
nosotros es historia, evocación terrible en el museo de nuestros horrores, en
la mayoría de los países del mundo es actualidad. El Estado ejerce la
pretendida justicia divina sin despeinarse. Pero no sólo el de las dictaduras
bananeras o el de las naciones del caos, esas a las que los cursis vienen a
llamar “Estados fallidos”. También en yanquilandia
lo practican que da gusto desde tiempos veterotestamentarios. Allí sus verdugos son muy buenos profesionales,
capaces de inocular un veneno eficaz, incoloro e inodoro (lo que tiene dos
acepciones), que mata que da gusto, tanto como el voltaje de sus sillas
eléctricas o como sus manuales para interrogar a prisioneros de guerra. Pero la
justicia divina no está en manos de los hombres; el FBI acaba de confesar que
muchas de las sentencias se han ejecutado en inocentes, que es un modo
elegantón de reconocer que en el Cielo hay presos sentados sobre las nubes que
siguen sin entender el porqué de su punto y final.